Un Asunto Pendiente


Que el éxito nunca te llene la
cabeza, ni el fracaso el corazón…



Paris estaba radiante aquel veintiuno de junio, el día más largo del año y por tradición en cada esquina, cada calle, cada parque se iba reivindicando la ciudad con una celestial musicalidad, que provenía de la alegría de los corazones de la gente, que encontraba su eco en las muy sonoras bandas, orquestas, tríos y cuartetos, anunciando la tan esperada llegada de la mejor época del año: el verano. No había nada más glorioso en el mundo que entregarse en cuerpo y alma a esta fiesta, que le multiplicaba hasta al más escéptico el goce de vivir.

Salí a caminar muy temprano en la mañana contagiado por ese ánimo vibrante que ofrecía Champs-Elysée y como ya era un ritual en la semana, me paré en la cafetería que solía visitar antes de entrar en la oficina y ordené un soberbio café olé, preparado con el cariño de una mujer colombiana sin familia y sin idioma, pero con un je ne sais quoi, que me resultaba un poco perverso, pues con sólo mirarla se me aflojaban las tuercas. Le dejé una generosa propina que ella supo agradecer con un tímido merci, y aunque su pronunciación fue bastante buena, la palabra quedó completamente enmudecida ante la picardía de su salvaje mirada esmeralda, que perturbaba a cualquiera.

Me fui de allí sintiéndome dueño del mundo, absolutamente feliz, como esas personas afortunadas a quienes la vida les impide tener su propia desgracia, totalmente impregnado por la fantasía que despierta una mujer hermosa, mientras disfrutaba sorbo a sorbo del aromático café, sin ni siquiera sospechar que en muy poco tiempo y a unos cuantos pasos de distancia, se me estaba derrumbando la vida entera.

La oficina era un verdadero caos, al principio pensé que se debía a las inminentes vacaciones de verano que estaba a punto de tomar casi todo el personal, pero no tardé mucho en descubrir que la situación era mucho más grave. La compañía por la que había trabajado los últimos veinte años, un importante emporio automotriz, al que le debía mi credo y gran parte de mi existencia; desde un carro deportivo, hasta un exquisito apartamento en una de las zonas más exclusivas de Paris, que alimentaba el amor de mi esposa y la admiración de mis amigos, acababa de declararse en quiebra. En un instante se acabó el verano, todo era invierno.

Le di otro sorbo al café, más por reflejo que por ganas, pero me supo tan amargo, que aquel sabor sublime que había celebrado hace un instante, se había ido con todo lo demás, tiré el vaso en la papelera y sin perder tiempo busqué por toda la oficina al resto de la junta directiva, traté de ubicarlos por todos los medios posibles; los llamé por celular, les envié un mail, pero todo lo que hice fue en vano, para mi total desgracia no los volví a ver, sino mucho tiempo después, habían desaparecido dejándome solo con toda la carga de la ley.

En tres meses fui acusado, sentenciado y puesto tras las rejas.
De allí en adelante hubiese sido una bendición perder la memoria de todo lo que pasó, pero cómo podía desvanecer ese recuerdo, sobre todo el de aquel brutal silencio que al pasar los días se hacía todavía más estridente que las propias sirenas de la alarma de la prisión, y para mi total desgracia las noches no fueron diferentes, la única cosa que tuve fue un implacable reflector que me acompañaba a recorrer aquellas eternas madrugadas. Era un lugar oscuro, sin cielo, sellado por un techo que se me venía encima y para hacer mi tránsito todavía más difícil se me empezó a cerrar el cuerpo, luego el alma hasta que un día, sin darme cuenta, me empecé a borrar; estaba atrapado en el más sordo desierto, en el que ni la nada se atrevería a quedarse, hundiéndome cada día en el terrible vacío de un mundo sin Dios.
Cumplí la sentencia por un año y medio y salí de allí mucho más huérfano de lo que entré, arrastrando la tristeza con los pies, mientras contaba los pocos euros que llevaba en el bolsillo, sin saber a dónde ir o qué hacer.

Caminé por un rato largo sin rumbo, entonces se reveló ante mí una Paris completamente distinta a la que yo había conocido; era una Paris gris, amarga, despiadada, en la que se esculpía en cada bronce y en cada mármol la implacable anatomía de la melancolía, sin saber por qué recordé un parquecito que siempre me había arropado en mi niñez, decidí visitarlo, tardé caminando casi tres horas para llegar al lugar y de pronto noté que algo en mí había cambiado,esa profunda tristeza que antes me asfixiaba se empezó a deshacer, no para liberarme sino para convertirse en algo peor: rabia. Sólo sabes cuán implacable y mal intencionada puede ser esta emoción, cuando se te instala y te empieza a devorar con la ferocidad de un animal herido. Llevando ese peso a cuestas me dejé caer en uno de los bancos del parque y no puedo explicar la explosión de sentimientos que me ahogaron cuando vi la generosa sonrisa de una parejita después de fundirse en el más dulce beso y a un par de viejos que a duras penas podían mantenerse en pie, sacudidos por los involuntarios temblores de sus incontenibles carcajadas. Entonces vino lo peor, sentí como si la fuerza de un Tsunami arrasara todo mi interior, y no tuve más remedio que reconocerme como un hombre maldito, despojado de todo, excepto de la conciencia de saber que ellos tenían algo que yo irremediablemente había perdido, la única cosa capaz de sostener mi propia humanidad, la risa.

Allí me derrumbé y no pude hacer otra cosa que llorar toda la agonía que había sufrido hasta ese día, lloré inconsolablemente sabiéndome vencido, y como un salvavidas llegó el sueño, la única cosa en el mundo que podía liberarme de esta profunda derrota.

Me sorprendió el día con el cuerpo bastante entumecido y adolorido, pero tenía otras urgencias que atender, caminé hasta la oficina de servicios sociales y ellos me consiguieron con bastante eficiencia un empleo que me permitía volver a empezar. No tardé mucho en encontrar un sitio limpio y tibio donde echar mis huesos, protegiendo mi cuerpo sólo de algunas de las intemperies que empezaba a brindarme Paris.

Una noche vagabundeando por las frías calles de La Conciergerie me di cuenta que ya no tenía nada por qué luchar, y a pesar de que estaba en el hoyo más negro de mi vida, vi una salida. Ahora sólo tenía que reunir el valor para hacer lo que me correspondía: suicidarme. El gran meollo era cómo, en ese momento me di cuenta lo difícil que resulta hacer algo estúpido. Seguí caminando ignorando el frío y la oscuridad, encendí un cigarrillo buscando algo de inspiración, cuando me sacudió el grito aterrador de una mujer que estaba a punto de ser víctima de un brutal ataque, causado por la maldad de dos delincuentes, que insistían en despojarla de todo lo que estuviera a su alcance, incluyendo su propia vida. Como si fuera un volcán en erupción toda la rabia que había contenido durante tanto tiempo, salió y sin saber cómo una fuerza sobrenatural me invadió permitiéndome pelear con todo lo que tenía para salvar aquella mujer de un terrible destino.
Su nombre era Sara y en lo que se le pasó un poco el gran susto que había sufrido, notó mis heridas y quiso llevarme al hospital, le rogué que dejara las cosas como estaban, pues no tenía el menor interés en hacerla partícipe de mis miserias, sin darse por vencida me preguntó con una particular insistencia

¿Qué puedo hacer por usted? Dígame. Estoy segura que debe haber algo que pueda hacer por usted

La miré como si fuera la única tabla de salvación, en medio del mar y le contesté:

Invíteme a vivir Madame, invíteme a vivir…

Entonces me pidió que la acompañara a su apartamento con tal determinación que fue inútil ni siquiera intentar negarme.
Así nació la más bella amistad y con la ayuda de Sara, las heridas que sangraban dentro de mi alma, empezaron a sanar.

Sara era una prominente mujer que había quedado viuda hacía mucho tiempo atrás, todavía le quedaban muchos de los rasgos de su exótica belleza, con la que complacía a muchas miradas. No tenía familia pero contaba con un talento especial no sólo para los buenos negocios, sino también para los crímenes perfectos, y ella siempre lo decía entrecerrando los ojos, con lo que le daba un fino toque de humor y un aire de presunción a una confesión que podría espantar a cualquiera.
Nunca pensé que después de conocer mi historia, iba a ser ella quien me ayudara a reconstruir pedazo a pedazo los restos de mi vida.
Empecé a trabajar para su compañía y en menos de un año estaba en una posición como la que nunca antes había soñado. Definitivamente esa santa mujer y yo hacíamos un gran equipo y aunque mi vida había cambiado radicalmente, todavía llevaba encima el peso de mi pasado, como si fuera una huella indeleble que muy lejos de desaparecer, se hacía mucho más profunda con el tiempo.

Una noche invité a Sara al teatro y mientras esperábamos la función nos animamos a degustar un Saint-Emilion; un elixir aterciopelado color carmesí que hacía del legendario gran salón de Le Palais de l’Opéra, un lugar mucho más exquisito y lleno de gracia.
Esa noche parecía perfecta, el brillo de los candelabros creaba una atmosfera única y para mi sorpresa, como si fuera una pantera al asecho, el destino se volvió a presentar, y allí mismo sufrí un terrible shock; todo mi cuerpo empezó a sacudirse con un temblor cada vez más difícil de controlar, la sangre se me hizo fuego, mientras en mi interior se desataba un torbellino de pánico, rabia y asco, Sara se me acercó un poco extrañada al verme tan descompuesto, no entendía lo que me pasaba hasta que vio mis ojos desorbitados, clavados en un hombre que estaba parado a unos cuantos pasos delante de mí. Era el mismo hombre que había buscado por tanto tiempo, el que había acabado con mi vida. No tuve que explicarle nada, Sara lo entendió en el acto, no hay nada más peligroso que el instinto de una mujer, sin la menor contemplación Sara me agarró del brazo y me llevó hasta donde estaba él, lo saludó actuando con mucha cordialidad y en el momento en que ese infame me reconoció, se quedó sin habla. Entonces con la determinación de un general Sara le habló en un tono distinto, casi autoritario, humillándolo, Monsieur usted y yo tenemos un asunto pendiente. Lo espero esta semana en mi oficina, le conviene venir a verme.

Una semana después Sara me llamó para citarme en un Café que adoraba en Ille Saint Louis y me advirtió que llegara temprano porque tenía un regalo para mí. Cuando me senté en la elegante mesa del lugar que había escogido, vi en el reflejo del espejo que teníamos enfrente, a un hombre groseramente feliz, entero, sin grietas y con genuina curiosidad le pregunté a Sara

¿Y ese hombre quién es?

Ella con una peculiar picardía que no había descubierto hasta ese día, me respondió manteniendo la risa incrustada en el rostro,

Ese hombre serás tú cuando sepas lo que yo sé

Entonces con su gracia habitual levantó su copa y se apresuró a proponer un brindis:

Brindo por la muerte de tu agonía

Me limité a seguirle el juego sin ni siquiera poder descifrar lo que se traía entre manos, en ese momento sacó el periódico del día, con la misma soltura con la que un mago saca un As bajo la manga, y me mostró la primera página en la que aparecía la noticia del momento: el suicidio del ex presidente del emporio automotriz. Quedé impactado, no podía darle crédito a la noticia que estaba leyendo. Se trataba del mismo miserable que me había condenado al repudio, a la vergüenza, al exilio de mi propia vida..

Sara no dejaba de sonreír mientras saboreaba lentamente su burbujeante copa y sin interrumpir mi abismal silencio se apresuró a confesarme algo, que me resultó todavía más inesperado:

A mi edad mon cheri, no hay nada más excitante que el crimen perfecto…

Me tomé la Champagne de un solo trago, me levanté de la mesa y comencé a caminar, no había llegado a la esquina cuando me invadió una sensación extrañísima, como si un rayo me hubiera estallado encima, dejando todo mi ser en blanco. No entendía de qué se trataba y de pronto, como si estuviera en un sueño, vi las cenizas de mi agonía volar hasta perderse en el velo negro del olvido y sin darme cuenta volví a reír, vraiment à la fin, J’ai pu rire…
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita