HORAS MUERTAS



“La memoria no es lo que recordamos,
sino lo que nos recuerda.
La memoria es un presente que nunca
acaba de pasar…”
Octavio Paz


El viento retumbaba una y otra vez dando bandazos contra los pocos árboles que todavía quedaban en pie, arrasando todo lo que encontraba a su paso, sin detenerse a discriminar entre lo bueno y lo malo. Resonaba con la misma ferocidad que podía desatar la furia de un león, mientras la casa crujía, sufriendo los latigazos y sacudidas con los que la azotaban aquellas ráfagas, que se hacían cada vez más intensas y amenazadoras.
Me asomé por la ventana y ya no podía distinguir los límites que señalan dónde empieza una cosa y termina la otra, todo era lo mismo, resultaba imposible diferenciar lo que era arriba de abajo; se hacía inútil cualquier esfuerzo por divisar tierra a la vista, pretender buscar lagos o montañas y mucho menos algún indicio de horizonte que con sólo levantar la mirada me invitara al cielo. Se instaló una absurda homogeneidad que me arrebató hasta los puntos cardinales de mi propia existencia, sólo podía distinguir un remolino blanco que reducía el paisaje a una sola visión: nada, pero no una nada pasajera, sino una nada definitiva que ya se lo había devorado todo. Así de confusa y perturbadora tendría que ser la inexistencia o quizás así fue cómo la sentí en aquél momento…


El cortante clamor de aquél vendaval me perforó el alma, sentí tanto frío, tanta desolación que pensé que iba a desfallecer, y como un acto de supervivencia reuní las pocas fuerzas que me quedaban para responderle a esos tormentosos aullidos con un grito, sólo para darme el gusto de hacerle saber que yo estaba allí, y aferrarme a las pocos fragmentos de vida que todavía quedaban a mi alrededor, para mi sorpresa hubo una falsa calma que me dejó escuchar con claridad el seco sonido de dos golpes a mi puerta, me apuré en abrir sin ni siquiera preguntar el nombre del inesperado visitante, porque me resultaba difícil creer que algún ser de este mundo pudiera dar dos pasos seguidos en aquella tormenta.

El viento levantó un absoluto caos, desordenando las pocas cosas que quedaban en la casa, librando una verdadera batalla que casi arrancó la puerta y entre los dos a duras penas alcanzamos a cerrarla.
Era un hombre joven no tendría más de treinta años, con una mirada tan profunda y triste que invitaba al infinito, estaba tan pálido que por un momento pensé que era un fantasma, no tuve que esforzarme para darme cuenta lo mucho que había sufrido, se quitó primero la gorra dejando al descubierto un abundante cabello perfectamente cortado y después el pesado abrigo que sacudió con extremo cuidado, tratando de no mojar el piso ni los pocos muebles que aun quedaban y en ese momento vi que llevaba un uniforme con tres estrellas en el hombro, lo que significaba que era capitán, claro si mi precaria cultura sobre códigos militares no me fallaba.

Mi inesperado visitante se refugió en el fuego poniéndole más leña y apilándola en perfecto orden, con la rigurosidad que sólo un soldado era capaz de profesar.
Sus movimientos eran tan precisos y seguros que parecía que estaba en su propia casa, me aceptó de buena gana un tazón de sopa caliente que con gusto le serví de lo que había quedado en el fogón y en ese momento me di cuenta que tenía una alarmante mancha de sangre seca en la chaqueta, justo a la altura del corazón, un detalle imposible de obviar y que sin duda lo hacía mucho más intimidante. Esa fue la primera vez que lo vi y desde ese momento no pude dejar de preguntarme qué habría pasado en su vida, para verse obligado a soltar sus amarras.


La ciudad, el país que conocíamos y en el que sin saber exactamente cuándo lo habíamos empezado a perder, era un absoluto infierno que peleaba hasta con los dientes por conservar la poca libertad que todavía le quedaba. La revolución igual que Saturno, no tardó mucho tiempo en devorar a sus propios hijos, por lo que se libró la más cruel de las luchas, una batalla casi imposible de ganar, frente a un ejército sin patria ni escrúpulos, cuya única religión era el poder de las armas para vengarse de Dios sabe qué…

Los revolucionarios habían puesto alcabalas por todas partes y la única manera de salir con vida de ese horror era escapando, pero las fronteras eran una trampa; demasiado extensas para recorrerlas caminando en ese frío infernal y la única salvación era encontrar a alguien que conociera los caminos verdes que bordeaban la montaña, sin contar con el gran coraje que exigía cruzar al otro lado. La muerte estaba al acecho, mordiéndolo todo, confabulada con el terrible invierno que se negaba a darnos un armisticio e insistía en arrebatarnos hasta el último aliento con la gélida hoja de su implacable espada.

Día a día se hacía casi imposible sobrevivir, si vencías al frío entonces quedaba el tormento de la revolución que asesinaba a gente inocente, dejando que los cadáveres se quemaran al viento, todos desnudos, mostrando sin la menor gloria las espantosas heridas de sus cuerpos mutilados y el cuadro se hacía todavía más dantesco al verlos atados a una vara como si fueran animales. No tenían permitido la misericordia de un entierro, quedaban allí destrozados, sin velas ni rosarios, a la vista de todos, exhibidos como trofeos para escarmentar los ánimos de quienes todavía pretendíamos repetir la misma aventura. A pesar de todo, los que sentíamos la vida correr por nuestras venas teníamos una sola idea en la cabeza, que no tardaría en convertirse en una obsesión: escapar, sin que nos importara si en el intento encontrábamos la muerte.

Eran tiempos difíciles en los que no había espacio para el recato, aprovechábamos cada comida, cada descanso, cada caricia como si fuera la última. Vivir nunca había sido una tarea tan intensa y al mismo tiempo tan efímera como en ese momento, aun así nadie quería rendirse, la vida se hacía más apetitosa en la medida en que la sentíamos escurrirse como agua entre los dedos.

En este terrible panorama la incertidumbre había tomado la palabra, convirtiendo nuestros días en noche y sin poder evitarlo a los dos nos arropó un fuerte presentimiento que espabilaba nuestras mentes imaginando un oscuro manto de no vida cayéndonos encima, y aquél estertor nos amedrentó de tal manera que nos dejó el ánimo hermético, callado como si fuéramos permanentes prisioneros. Una profunda devastación se trepó entre nosotros, mientras la casa asombrosamente resistía la embestida de la terrible tormenta que hacía todo lo posible por derribarla. Nos quedamos sentados en el único sofá que hacía que la sala no luciera vacía, mirándonos, sin poder decirnos nada, ninguno de los dos se atrevía a romper el silencio que nos escudaba, preguntándonos algo tan banal cómo nuestros nombres, en una situación en la que si no eras el enemigo, a nadie le importaba quién era quién. Nos fuimos acercando uno al otro, tratando de conservar el poco calor que el fuego aun podía brindarnos, esperando que la tormenta se aquietara y sin saber cómo, el aire que respirábamos se fue enrareciendo, dejando un irresistible rastro animal, como un perfume a hembra, a macho, a sexo que nos impregnó de deseo, mostrándonos cuan fuerte patea la vida frente a la muerte y sin perder tiempo en inútiles esperas hicimos la única cosa que un hombre y una mujer podían concebir en ese momento:amarse. Nos entregamos el uno al otro como quien se entrega a un gran amor, con la misma agitación, el mismo frenesí y las mismas ganas, que se hacían más fuertes al reconocernos como extraños.

Así, sin preludios ni promesas, su lengua afiebrada empezó a recorrer mi cuerpo y en el instante en que sentí sus dedos deslizarse entre mis muslos me hice fuego. Todas mis voluptuosidades lo guiaban para que buscara en mis humedades, ese glorioso escondite sagrado, la llave que le abriría mis convexidades para después hundirlo, sin prisa en aquél inesperado océano. Me extasié con un placer impuro al sentirlo saborear mis pechos y él se saciaba devorándome con sus labios de caramelo, mientras me sometía una y otra vez al ritmo desbordado que trazaba la firmeza de su virilidad, entonces a punta de jadeos y susurros le dije mi nombre, implorándole entre los cortos silencios que sabe imponer el deseo que lo pronunciara, hasta ese momento ni yo misma sabía cuánto necesitaba oírlo, rescatarlo

Mi nombre… le decía… Dime mi nombre…


Nunca me respondió, no estaba dispuesto a terminar con el ayuno de palabras que desde que nos vimos se había impuesto y sin pedirle nada más clavé mis ojos en los suyos, en ese momento sentí su mirada turbia derramarse sobre mi cuerpo, entonces temblé de pura excitación. Nos seguimos amando como si nunca más pudiéramos encontrar en esta vida la promesa de una próxima vez, y luego de aquella tempestad carnal nos enroscamos uno en el otro con la tranquilidad del que sabe que no hay mejor manera de morir en paz.


El cielo adquirió una extraña tonalidad negruzca, mientras el frío se metía por las rendijas que había en la puerta y el piso, obligándonos a pararnos, vestirnos, y a encontrarnos nuevamente con nuestra enlutada realidad. Me asomé por la ventana y noté que finalmente la tormenta estaba cesando, todo empezaba a calmarse, abrí la puerta con mucha dificultad por la nieve que había caído y vi su fusil apoyado en la pared, antes de que pudiera agarrarlo él lo hizo, parecía que ya estaba listo para seguir su camino, a pesar de la pesada oscuridad que ya se había instalado.

Se fue de la casa de la misma manera como había llegado, en silencio y a los pocos pasos lo vi desaparecer en esa noche infinita que se había tragado todo lo que nos rodeaba..
Volví a entrar en aquél refugio antes de congelarme y me di cuenta que había dejado olvidada su mochila, la abrí con el ánimo de encontrar algo interesante que me ayudara a pasar las horas, y de pronto noté que desde hace rato no pasaban, eran horas muertas, inmóviles, algo indescifrable había derribado al tiempo, pero no quise pensar mucho en eso, mi curiosidad era más fuerte que cualquier otra cosa y me entregué a explorar el contenido de su pequeño equipaje, allí encontré los recuerdos de toda su vida, me atrapó el orden con que había guardado cada capítulo que componía su existencia. Era una obra maestra la manera en cómo había clasificado cada recuerdo rescatado celosamente de su memoria, pero lo más peculiar fue que cada uno de ellos tenía puesto un precio y el nombre de un destinatario al que parecía que ya se los había vendido, como si se tratara de algún tipo de mercancía previamente negociada, que ya no le pertenecía y tenía la obligación de entregar. En el fondo de la mochila había quedado otro sobre, era el último y lo que nunca me esperé fue que éste tuviera mi nombre. Intenté abrir el sobre con las manos templadas de pura adrenalina, cuando sentí que alguien forcejaba la puerta tratando de entrar, metí rápidamente todo lo que había sacado de la mochila y la puse en el sofá justo a tiempo, pues no había terminado de soltarla cuando lo tuve parado frente a mí. Venía cargado de leña, traté de ayudarlo, pero no me dio oportunidad, la colocó con cuidado de no tirarla justo al lado de la chimenea, me dedicó una mirada profunda y me dijo sin decir:

Mañana salgo temprano.

Asentí con la cabeza y me sentí un poco perturbada ante el hecho de que no tenía nada que llevarme, sólo lo que tenía puesto, lo bueno es que ese percance iba a facilitarme transitar por el muy difícil camino que teníamos por delante.

Caminamos sin descanso hasta llegar a un pueblo tan pequeño que ni siquiera aparecía en el mapa, era el último punto antes de cruzar la frontera, nuestra última parada antes de dejar atrás el horror en que se había convertido nuestro distante país, desde allí se podía imaginar un mejor destino. Fue la primera vez en más de un año que pude sentir esa suave y fresca fragancia que desprende el futuro.
El régimen había dejado su huella en ese pueblo que todavía conservaba ciertos vestigios de belleza y lo que en un pasado cercano fue un lugar pintoresco, donde se endulzaba a los visitantes con los deliciosos aromas de sus guisos teñidos de paprikra, ya empezaba a cambiar el sonido de sus sonoros violines por ráfagas de balas y los coloridos geranios por un apabullante alambre de púas.

Mi extraño compañero me vio de reojo, sacó sus documentos de identificación y los revisó con extremo cuidado, por la expresión de su rostro debían estar en orden, en ese momento todo se me vino encima, yo no tenía nada que mostrar, hacía tiempo me había rehusado a cargar el acordeón de documentos revolucionarios que lejos de identificarme me anulaban, así que un día me vengué y en un acto de extremo patriotismo quemé la cédula de identidad, tarjeta de racionamiento, carta de buena conducta, constancia de residencia o cualquier otro papel que me estrechara el mundo. Nos acercamos al puesto de la guardia y él les brindó un respetuoso saludo de capitán que incluía los cuatro dedos sobre la frente y un sonoro choque de talón, mientras que yo hacía todo lo posible por ser invisible y pasar desapercibida escondiéndome detrás de él, de pronto uno de los hombres corrió hacia nosotros y después de saludarlo con un gran abrazo le dijo,

Lamento mucho la muerte de su esposa… Fue una mujer maravillosa. Malditos rebeldes, lo pagarán!!!

El bajó la mirada, aceptó el pésame con la solemnidad que lo caracterizaba y lo distrajo de mí pidiéndole que lo llevara hasta el oficial a cargo, pues traía órdenes urgentes del ministerio de defensa. Me hice a un lado, feliz de que no me hubieran detenido cuando me sorprendió la inesperada presencia de Rosa, una mujer que había sido amiga de mi madre, o de mi abuela…, por alguna razón mis recuerdos ya no eran tan claros, se estaban desvaneciendo como el humo, pero a todos nos estaba pasando lo mismo, sufríamos un shock colectivo debido a la gran tensión que generaba la horrible situación política en la que vivíamos, así era la guerra. En lo que vi a Rosa me pareció que lucía mucho mayor de lo que realmente era, recuerdo que la vieja Rosa, como la conocíamos todos, se había dedicado a velar por la buena salud de nuestros inquietos espíritus, si alguno de nosotros le caía mal de ojo Rosa sabía qué hacer, igual si sufríamos de mal de amores u otro padecimiento que la ciencia no pudiera resolver, en lo que Rosa me vio se emocionó y cuando venía caminando hacia mí el Capitán se cruzó en el camino, la agarró por un brazo y se apuró en decirle con mucha insistencia

Nos vemos a media noche en la iglesia, no falles, no hay otra oportunidad de salir de aquí Rosa.

Comparó su reloj con el de ella y le hizo hincapié en que fuera puntual, insistiéndole nuevamente en que no había otra oportunidad de huir, se despidió de Rosa con un beso y yo me quedé sin reaccionar, sin poder decirle nada en medio de todos esos militares que hubieran hecho el día con sólo saber quién era yo y lo que realmente estaba buscando en ese amenazante lugar.

Me ahogaba la angustia, por mi mente se cruzaron toda clase de pensamientos, sabía que tenía que unirme a ellos, me negaba a quedarme en aquella tierra de nadie que ahora izaba la bandera de la barbarie. Intenté buscar a Rosa pero fue imposible, recorrí todo el pueblo y sin proponermelo encontré la que había sido la casa de la abuela, estaba idéntica, nada había cambiado en su guarida como ella solía llamarla; los mismos muebles, la eterna mesa donde preparábamos los guisos y la sabrosa tarta de manzana que le regalábamos a los vecinos cuando celebrábamos alguna ocasión especial, confieso que me conmovió hasta las lágrimas ver en el largo pasillo de la casa sus fotos colgadas en la pared, ordenadas de tal manera como si fueran un mapa que deletreaba el transcurso de nuestras vidas. ¿Qué habrá sido de la abuela y otros tantos afectos que quedaron atrás, perdidos en el laberinto de la revolución?

Todo estaba oscuro, desde que la revolución se había instalado siempre era de noche, caminé hasta el puesto de guardias y allí encontré al Capitán muy animado jugando a la baraja, se divertía con la expresión de sus compañeros que no cabían en su asombro cuando les confesó con los ojos llenos de picardía que esa misma noche justo a las doce tendría un encuentro prometedor con una damisela y necesitaba que lo cubrieran pues no iba a poder reportarse hasta el día siguiente. Los oficiales lo vitorearon con palmadas en los hombros, chocando los vasos, brindando y confesando algunos de sus insípidos pecados. Habían hecho una verdadera fiesta de aquél encuentro amoroso y más de uno se lo tomó muy seriamente, como si fuera una misión de estado, en la que no estaba permitido fallar, a partir de ese momento el reloj captó la atención de todos y cuando faltaba un cuarto para las doce, entre chistes pasados de tono los oficiales se levantaron de la mesa, lo perfumaron con alcohol, lo empujaron a la calle, y le desearon suerte. ¡Habían mordido el anzuelo!

Lo vi salir del comando de oficiales y decidí seguirlo en silencio, cuando se percató de mi presencia apuró el paso. Caminamos sigilosamente hasta la iglesia, allí estaba Rosa esperándolo con diez personas más, Rosa lo interceptó antes de que el Capitán se reuniera con el resto del grupo y pude ver el desconcierto en su mirada al darse cuenta que toda esa gente venía con Rosa, y sin darle la menor oportunidad de decir algo, de justificarse le gritó en susurros, agarrándose la cabeza

¿Rosa te has vuelto loca?

Trató de calmarse y recuperar el aliento pero como las olas del mar que chocan con el risco vino de nuevo

¿No te das cuenta que lo que acabas de hacer es una sentencia de muerte para todos?

Le daba la espalda y la volvía embestir con una duda mayor

¿Cómo voy a sacar toda esta gente de aquí?

Rosa hacía todo lo posible por explicarle, diciéndole que esa gente le podía pagar muy bien, casi a gritos el capitán le respondió

¡No soy un mercenario, Rosa! ¿Por quién me tomas?

Se alejó de todos, encendió un cigarrillo. y cuando se lo terminó regresó mucho más calmado. Señaló a uno de los hombres que parecía estar en muy buena forma y le preguntó:

¿Sabes disparar?

El hombre se acercó y le respondió asintiendo con la cabeza

Si mi Capitán

Muy bien entonces tu irás al frente, sacó de su mochila un revolver calibre 38, una chaqueta militar, y se los dio, el hombre se preparó inmediatamente, y con el mismo autoritarismo militar los formó a todos diciéndoles,

De ahora en adelante todos ustedes son prisioneros de guerra y será así hasta que lleguemos a la frontera, si somos interceptados por algún regimiento lo pagaremos con la vida. ¿Están dispuestos a morir?

Se hizo un silencio abrumador, el Capitán los vio uno a uno, y pudo reconocer en el grupo a dos compañeros de infancia que habían traído hasta sus hijos. Se armó de valor y les dijo,

Muy bien interpreto este silencio como un sí, mientras pensaba muy en su interior ¡Que Dios se apiade de nosotros!

Empezaron a caminar tal y como el Capitán lo había dispuesto; los hombres mayores, las mujeres y los niños en el medio, los demás iban al frente o al final, yo me ubiqué de última, al lado de él siguiendo sus pasos huecos en la nieve, aguantando con el mismo estoicismo la fuerte ventisca que nos obligaba a retroceder dos pasos cada vez que ganábamos uno, era inaguantable la forma en que el viento quemaba nuestras gargantas y pulmones. A pesar del dolor físico que nos causaba el implacable frío, teníamos la voluntad que se necesitaba para sacar fuerzas de dónde fuera y vencer la resistencia que nos ofrecía la nieve cuando nos hundíamos hasta las rodillas tratando de avanzar, y aunque fue una caminata épica, nadie se rindió. No hubo lágrimas, ni siquiera quejas, nada sonaba entre nosotros excepto el triste lamento del viento que insistía en acompañarnos en aquella difícil travesía. Hicimos un verdadero esfuerzo para no hacer más ruido del necesario, todos tratábamos de evitar la peor pesadilla que podíamos vivir en ese momento: encontrarnos con alguna tropa patrullando el área, y lo peor de todo fue que estábamos conscientes de que nuestras posibilidades de ser descubiertos iban aumentando en la medida en que nos acercábamos más al sueño de cruzar la frontera.

Presionados por el miedo y el agotamiento disminuimos el paso, no sabíamos si el lado de la frontera que había escogido el Capitán era el correcto o por el contrario era el que estaba vigilado. Lo peor de todo fue que no había manera de corroborarlo. Era exactamente igual que jugar a la ruleta rusa, había una sola bala con cinco recámaras vacías, cuándo nos tocaría, podía ser en cualquier momento, sólo era cuestión de tiempo...

Como si hubiese leído nuestras mentes el Capitán nos detuvo a todos y reunió a un grupo de tres voluntarios para que echaran un vistazo a los alrededores, por lo que intuí que ya debíamos estar bastante cerca de nuestro destino final, les ordenó que en caso de que hubiera algún problema hicieran un disparo. Se fueron sin despedirse y a los pocos minutos nos cubrió una densa niebla imposibilitando la visión a menos de un kilómetro de distancia. Nos acercamos unos a otros esperando o más bien rezando por la vida de todos para que nadie se perdiera, cuando repentinamente vimos un escuadrón militar cruzarse con nosotros, el líder nos saludó sin pararse, marchando con sus soldados que saludaron sin mirar, el Capitán les devolvió la misma cortesía, eran unos jovencitos de la escuela militar, por un instante pensé que todo había terminado, teníamos demasiado en contra y a ratos parecía imposible salir de allí con vida. Seguimos avanzando y justo en el momento más oscuro, vimos la niebla disiparse, dimos unos largos pasos y nos encontramos con el resto del grupo que con mucha dificultad trataban de contener los gritos, mientras nos señalaban la alambrada de púas que marcaba el final de nuestro camino. Habíamos llegado, no sé cómo ni de qué manera pero parecía que lo habíamos logrado.

Todos se apuraron a saltar la barrera de alambre de púas y hasta el viento enmudeció cuando el Capitán se volteó para despedirse de aquella absoluta exquisitez que hasta ese momento había llamado patria, se acercó a la barrera de púas y antes de cruzar enterró el fusil en la nieve, respiró fuerte, desde muy adentro, se quitó la chaqueta con cierta parsimonia, honrando aquél uniforme que años atrás lo había acompañado en tantas campañas y lo había provisto de tanto orgullo, después se quitó la gorra, y la puso encima del fusil, se tomó un instante agarró la mochila, se la colgó en el hombro y vio a Rosa que lo estaba esperando con una gran sonrisa

Sabía que usted nos haría el milagro mi Capitán, siempre supe que usted era grande…

La ayudó a pasar la barrera y cuando finalmente se disponía a cruzar conmigo Rosa levantó su mano y le dijo en un tono de mando, dejando en claro cuáles eran sus dominios

Ella se queda mi Capitán, no puede venir con nosotros. Este no es su camino. Déjela aquí que es dónde debe estar.

El la fulminó con la mirada y con la determinación que lo caracterizaba le respondió

Shhhhh! ¡Cállate Rosa... Ella no sabe que está muerta!

Sentí vértigo. No me di cuenta en qué momento empecé a desvanecerme, hacerme aire, pero mi confusión fue total al verle brotar la mancha de sangre seca que tenía justo en el corazón, la herida se le había vuelto abrir y sangraba dolor, pena, agonía. Sangraba duelo, sangraba lágrimas que caían suavemente como rosas en la nieve y en ese instante entendí que había sido yo la daga punzante que atravesó su corazón. Allí lo supe todo, y antes que el viento barriera mi último sueño pude susurrar su nombre... Laszlo, mientras me adormecía en el más dulce de sus recuerdos.
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita