Un Asunto Pendiente


Que el éxito nunca te llene la
cabeza, ni el fracaso el corazón…



Paris estaba radiante aquel veintiuno de junio, el día más largo del año y por tradición en cada esquina, cada calle, cada parque se iba reivindicando la ciudad con una celestial musicalidad, que provenía de la alegría de los corazones de la gente, que encontraba su eco en las muy sonoras bandas, orquestas, tríos y cuartetos, anunciando la tan esperada llegada de la mejor época del año: el verano. No había nada más glorioso en el mundo que entregarse en cuerpo y alma a esta fiesta, que le multiplicaba hasta al más escéptico el goce de vivir.

Salí a caminar muy temprano en la mañana contagiado por ese ánimo vibrante que ofrecía Champs-Elysée y como ya era un ritual en la semana, me paré en la cafetería que solía visitar antes de entrar en la oficina y ordené un soberbio café olé, preparado con el cariño de una mujer colombiana sin familia y sin idioma, pero con un je ne sais quoi, que me resultaba un poco perverso, pues con sólo mirarla se me aflojaban las tuercas. Le dejé una generosa propina que ella supo agradecer con un tímido merci, y aunque su pronunciación fue bastante buena, la palabra quedó completamente enmudecida ante la picardía de su salvaje mirada esmeralda, que perturbaba a cualquiera.

Me fui de allí sintiéndome dueño del mundo, absolutamente feliz, como esas personas afortunadas a quienes la vida les impide tener su propia desgracia, totalmente impregnado por la fantasía que despierta una mujer hermosa, mientras disfrutaba sorbo a sorbo del aromático café, sin ni siquiera sospechar que en muy poco tiempo y a unos cuantos pasos de distancia, se me estaba derrumbando la vida entera.

La oficina era un verdadero caos, al principio pensé que se debía a las inminentes vacaciones de verano que estaba a punto de tomar casi todo el personal, pero no tardé mucho en descubrir que la situación era mucho más grave. La compañía por la que había trabajado los últimos veinte años, un importante emporio automotriz, al que le debía mi credo y gran parte de mi existencia; desde un carro deportivo, hasta un exquisito apartamento en una de las zonas más exclusivas de Paris, que alimentaba el amor de mi esposa y la admiración de mis amigos, acababa de declararse en quiebra. En un instante se acabó el verano, todo era invierno.

Le di otro sorbo al café, más por reflejo que por ganas, pero me supo tan amargo, que aquel sabor sublime que había celebrado hace un instante, se había ido con todo lo demás, tiré el vaso en la papelera y sin perder tiempo busqué por toda la oficina al resto de la junta directiva, traté de ubicarlos por todos los medios posibles; los llamé por celular, les envié un mail, pero todo lo que hice fue en vano, para mi total desgracia no los volví a ver, sino mucho tiempo después, habían desaparecido dejándome solo con toda la carga de la ley.

En tres meses fui acusado, sentenciado y puesto tras las rejas.
De allí en adelante hubiese sido una bendición perder la memoria de todo lo que pasó, pero cómo podía desvanecer ese recuerdo, sobre todo el de aquel brutal silencio que al pasar los días se hacía todavía más estridente que las propias sirenas de la alarma de la prisión, y para mi total desgracia las noches no fueron diferentes, la única cosa que tuve fue un implacable reflector que me acompañaba a recorrer aquellas eternas madrugadas. Era un lugar oscuro, sin cielo, sellado por un techo que se me venía encima y para hacer mi tránsito todavía más difícil se me empezó a cerrar el cuerpo, luego el alma hasta que un día, sin darme cuenta, me empecé a borrar; estaba atrapado en el más sordo desierto, en el que ni la nada se atrevería a quedarse, hundiéndome cada día en el terrible vacío de un mundo sin Dios.
Cumplí la sentencia por un año y medio y salí de allí mucho más huérfano de lo que entré, arrastrando la tristeza con los pies, mientras contaba los pocos euros que llevaba en el bolsillo, sin saber a dónde ir o qué hacer.

Caminé por un rato largo sin rumbo, entonces se reveló ante mí una Paris completamente distinta a la que yo había conocido; era una Paris gris, amarga, despiadada, en la que se esculpía en cada bronce y en cada mármol la implacable anatomía de la melancolía, sin saber por qué recordé un parquecito que siempre me había arropado en mi niñez, decidí visitarlo, tardé caminando casi tres horas para llegar al lugar y de pronto noté que algo en mí había cambiado,esa profunda tristeza que antes me asfixiaba se empezó a deshacer, no para liberarme sino para convertirse en algo peor: rabia. Sólo sabes cuán implacable y mal intencionada puede ser esta emoción, cuando se te instala y te empieza a devorar con la ferocidad de un animal herido. Llevando ese peso a cuestas me dejé caer en uno de los bancos del parque y no puedo explicar la explosión de sentimientos que me ahogaron cuando vi la generosa sonrisa de una parejita después de fundirse en el más dulce beso y a un par de viejos que a duras penas podían mantenerse en pie, sacudidos por los involuntarios temblores de sus incontenibles carcajadas. Entonces vino lo peor, sentí como si la fuerza de un Tsunami arrasara todo mi interior, y no tuve más remedio que reconocerme como un hombre maldito, despojado de todo, excepto de la conciencia de saber que ellos tenían algo que yo irremediablemente había perdido, la única cosa capaz de sostener mi propia humanidad, la risa.

Allí me derrumbé y no pude hacer otra cosa que llorar toda la agonía que había sufrido hasta ese día, lloré inconsolablemente sabiéndome vencido, y como un salvavidas llegó el sueño, la única cosa en el mundo que podía liberarme de esta profunda derrota.

Me sorprendió el día con el cuerpo bastante entumecido y adolorido, pero tenía otras urgencias que atender, caminé hasta la oficina de servicios sociales y ellos me consiguieron con bastante eficiencia un empleo que me permitía volver a empezar. No tardé mucho en encontrar un sitio limpio y tibio donde echar mis huesos, protegiendo mi cuerpo sólo de algunas de las intemperies que empezaba a brindarme Paris.

Una noche vagabundeando por las frías calles de La Conciergerie me di cuenta que ya no tenía nada por qué luchar, y a pesar de que estaba en el hoyo más negro de mi vida, vi una salida. Ahora sólo tenía que reunir el valor para hacer lo que me correspondía: suicidarme. El gran meollo era cómo, en ese momento me di cuenta lo difícil que resulta hacer algo estúpido. Seguí caminando ignorando el frío y la oscuridad, encendí un cigarrillo buscando algo de inspiración, cuando me sacudió el grito aterrador de una mujer que estaba a punto de ser víctima de un brutal ataque, causado por la maldad de dos delincuentes, que insistían en despojarla de todo lo que estuviera a su alcance, incluyendo su propia vida. Como si fuera un volcán en erupción toda la rabia que había contenido durante tanto tiempo, salió y sin saber cómo una fuerza sobrenatural me invadió permitiéndome pelear con todo lo que tenía para salvar aquella mujer de un terrible destino.
Su nombre era Sara y en lo que se le pasó un poco el gran susto que había sufrido, notó mis heridas y quiso llevarme al hospital, le rogué que dejara las cosas como estaban, pues no tenía el menor interés en hacerla partícipe de mis miserias, sin darse por vencida me preguntó con una particular insistencia

¿Qué puedo hacer por usted? Dígame. Estoy segura que debe haber algo que pueda hacer por usted

La miré como si fuera la única tabla de salvación, en medio del mar y le contesté:

Invíteme a vivir Madame, invíteme a vivir…

Entonces me pidió que la acompañara a su apartamento con tal determinación que fue inútil ni siquiera intentar negarme.
Así nació la más bella amistad y con la ayuda de Sara, las heridas que sangraban dentro de mi alma, empezaron a sanar.

Sara era una prominente mujer que había quedado viuda hacía mucho tiempo atrás, todavía le quedaban muchos de los rasgos de su exótica belleza, con la que complacía a muchas miradas. No tenía familia pero contaba con un talento especial no sólo para los buenos negocios, sino también para los crímenes perfectos, y ella siempre lo decía entrecerrando los ojos, con lo que le daba un fino toque de humor y un aire de presunción a una confesión que podría espantar a cualquiera.
Nunca pensé que después de conocer mi historia, iba a ser ella quien me ayudara a reconstruir pedazo a pedazo los restos de mi vida.
Empecé a trabajar para su compañía y en menos de un año estaba en una posición como la que nunca antes había soñado. Definitivamente esa santa mujer y yo hacíamos un gran equipo y aunque mi vida había cambiado radicalmente, todavía llevaba encima el peso de mi pasado, como si fuera una huella indeleble que muy lejos de desaparecer, se hacía mucho más profunda con el tiempo.

Una noche invité a Sara al teatro y mientras esperábamos la función nos animamos a degustar un Saint-Emilion; un elixir aterciopelado color carmesí que hacía del legendario gran salón de Le Palais de l’Opéra, un lugar mucho más exquisito y lleno de gracia.
Esa noche parecía perfecta, el brillo de los candelabros creaba una atmosfera única y para mi sorpresa, como si fuera una pantera al asecho, el destino se volvió a presentar, y allí mismo sufrí un terrible shock; todo mi cuerpo empezó a sacudirse con un temblor cada vez más difícil de controlar, la sangre se me hizo fuego, mientras en mi interior se desataba un torbellino de pánico, rabia y asco, Sara se me acercó un poco extrañada al verme tan descompuesto, no entendía lo que me pasaba hasta que vio mis ojos desorbitados, clavados en un hombre que estaba parado a unos cuantos pasos delante de mí. Era el mismo hombre que había buscado por tanto tiempo, el que había acabado con mi vida. No tuve que explicarle nada, Sara lo entendió en el acto, no hay nada más peligroso que el instinto de una mujer, sin la menor contemplación Sara me agarró del brazo y me llevó hasta donde estaba él, lo saludó actuando con mucha cordialidad y en el momento en que ese infame me reconoció, se quedó sin habla. Entonces con la determinación de un general Sara le habló en un tono distinto, casi autoritario, humillándolo, Monsieur usted y yo tenemos un asunto pendiente. Lo espero esta semana en mi oficina, le conviene venir a verme.

Una semana después Sara me llamó para citarme en un Café que adoraba en Ille Saint Louis y me advirtió que llegara temprano porque tenía un regalo para mí. Cuando me senté en la elegante mesa del lugar que había escogido, vi en el reflejo del espejo que teníamos enfrente, a un hombre groseramente feliz, entero, sin grietas y con genuina curiosidad le pregunté a Sara

¿Y ese hombre quién es?

Ella con una peculiar picardía que no había descubierto hasta ese día, me respondió manteniendo la risa incrustada en el rostro,

Ese hombre serás tú cuando sepas lo que yo sé

Entonces con su gracia habitual levantó su copa y se apresuró a proponer un brindis:

Brindo por la muerte de tu agonía

Me limité a seguirle el juego sin ni siquiera poder descifrar lo que se traía entre manos, en ese momento sacó el periódico del día, con la misma soltura con la que un mago saca un As bajo la manga, y me mostró la primera página en la que aparecía la noticia del momento: el suicidio del ex presidente del emporio automotriz. Quedé impactado, no podía darle crédito a la noticia que estaba leyendo. Se trataba del mismo miserable que me había condenado al repudio, a la vergüenza, al exilio de mi propia vida..

Sara no dejaba de sonreír mientras saboreaba lentamente su burbujeante copa y sin interrumpir mi abismal silencio se apresuró a confesarme algo, que me resultó todavía más inesperado:

A mi edad mon cheri, no hay nada más excitante que el crimen perfecto…

Me tomé la Champagne de un solo trago, me levanté de la mesa y comencé a caminar, no había llegado a la esquina cuando me invadió una sensación extrañísima, como si un rayo me hubiera estallado encima, dejando todo mi ser en blanco. No entendía de qué se trataba y de pronto, como si estuviera en un sueño, vi las cenizas de mi agonía volar hasta perderse en el velo negro del olvido y sin darme cuenta volví a reír, vraiment à la fin, J’ai pu rire…

La Cueva de la Diosa


A Jimmy, mi pájaro azul…



Adoro los días húmedos y lluviosos, en los que el aire se carga de ese intenso rocío, que a mí me huele a hembra y desde el cuaderno de la memoria me trae el recuerdo de su presencia. Nada mejor en este mundo que perderme en sus dominios, por eso cuando me sorprende el añorado momento en que la tierra se moja y despliega sus aromas, ella viene a mí en cada gota de lluvia y de nuevo me voltea la vida. Entonces respiro profundo, constatándola pues con solo inhalar las humedades del aire la siento y en ese momento me reconozco a mí mismo pleno, pero cómo no serlo, cómo dejar de reinventarla una y otra vez en mi memoria, si ella me dio el tesoro más grande que se le puede dar a un hombre: el camino a la inmortalidad.

¿Qué se confabuló para que yo entrara en los capítulos de una historia que ni siquiera me pertenecía? ¿Por qué me permitió izar mi bandera en un terreno prohibido, que hasta ese momento había sido el templo de los dioses? Nunca lo sabré con certeza, pero intuyo que fue una fuerza mayor la que me llevó hasta allí.

Todo empezó cuando acepté acompañar a unos amigos a un lugar excepcional casi onírico ubicado en el sur de mi país: Venezuela, para entonces era una región encantada, absolutamente virgen. Se podría contar con los dedos de una mano las personas que habíamos tenido el privilegio de estar en ese territorio, y aunque volábamos bastante cerca de Puerto Ayacucho nos sorprendió las grandes extensiones de tierra que nunca antes habían sido exploradas, era imposible no sentirse profundamente conmovido ante el sublime contraste del paisaje. Recuerdo que ninguno de nosotros se atrevió a romper el silencio que provocaba la sensación de estar entrando a un mundo anterior a nosotros, por lo que no me sorprendió escuchar a Francisco decir:

-¡Ajusten los relojes a más de mil millones de años!

Me llamó la atención el hecho de que sin poder explicarlo, teníamos la certeza de que estábamos sobre un territorio sagrado y siguiendo mi voz interior invoqué a los Dioses, les pedí permiso para estar allí y como si fuera un sortilegio la bruma que había tejido un delicado velo cubriendo la misteriosa selva se abrió ante nosotros de una manera tan definitiva que ni la imaginación más fértil hubiera podido recrear un momento como ese, y por primera vez en mi vida sentí que el lenguaje no me alcanzaba para encontrar una palabra que describiera las dimensiones de ese espectáculo.
A estas alturas ya no nos interesaba el rumbo que debíamos mantener y como si la avioneta estuviera siendo atraída por un imán, nos dejamos llevar unas cuantas millas sin corregir la deriva. Volamos unos diez minutos hasta que de pronto se reveló frente a nosotros algo que parecía pertenecer a otro mundo, se trataba de un Tepuy que sin ninguna razón se alzaba interrumpiendo la espesura del paisaje, como si lo hubieran incrustado en plena selva por algún capricho de orden divino, tuvo que haber sido eso porque no había otra manera de justificar lo que hacía allí aquella impresionante escultura viviente. Quedamos impactados al ver ese monumento de piedra calisa, que parecía el gigantesco tronco de un árbol que alguna vez fue cortado y de sus frutos se había originado el principio de algo. Más abajo, justo a sus pies, como un espejo de agua serpenteaba el río que sobresalía entre la exuberante selva, recuerdo el muy elocuente gesto de Aníbal agarrándose la cabeza, intentando acentuar la visión que ya empezaba a perturbarlo, mientras nos gritaba con la voz casi quebrada:

-Señores lo que tienen frente a sus ojos es Autana, la montaña sagrada.

Todos mis amigos se quedaron paralizados ante la visión que ofrecía aquella montaña, pero lo que se reveló ante mí conmocionó todo mi interior, lo que tenía frente a mis ojos estaba lejos de ser una montaña, era más bien una fuerza sublime inalcanzable para cualquier mortal, era una Diosa. No entendí de qué manera, ni por qué me había elegido pero el único que tuvo la gracia de beber de su fuente sin ni siquiera mojarse los labios fui yo.

Lo que viví en ese instante fue extraordinario, tuve la sensación de que mis ojos se hicieron agua cuando se hundieron en la fascinante belleza de su mirada, la recuerdo de un infinito esmeralda, y aunque lucía como humana se desplegaban de sus hombros unas hermosísimas alas, que parecían las de un Quetzal. No sabía qué milagro o conjuro la había traído hasta mí, pero allí estaba ella sonriéndome, me quedé absorto mirándola, completamente quieto, no podía o más bien no quería correr el riesgo de romper la magia, por eso ni me atreví a levantar la cámara fotográfica. Quedé completamente extasiado, o más bien poseído por aquella aparición.
No me di cuenta en qué momento dejamos la montaña porque de regreso, casi llegando al aeropuerto de Puerto Ayacucho, yo seguía percibiendo la intensidad con la que me golpeaban sus aromas, sucumbiendo en el elocuente perfume que emana la tierra fresca, justo en el momento del riego, cuando acaba de llover y sin poder articular una sola palabra supe que ese lugar había cambiado mi vida para siempre.

Esa noche dejé a mis amigos conversando en el comedor del hotel y me fui a dormir, necesitaba estar solo, no entendía muy bien lo que se estaba gestando en mi interior pero le eché toda la culpa al cansancio que ya me estaba venciendo; sentí que mi cuerpo pesaba el doble y sin mucho esfuerzo me quedé dormido. En algún momento de la noche la sentí aparecer, estaba en mis sueños y lo peor de todo fue que no había nada que deseara más en el mundo que volver a encontrarme con ella. La soñé inmensa, rodeándome con la suavidad de sus alas de Quetzal, llamándome por mi nombre y yo enterrándome en ella; sintiéndola como un río que se me subía por los pies, recorriendo mis piernas, humedeciéndome con las traviesas caricias de su lengua, mientras que su aliento se agitaba sobre mí soplándo una brisa cada vez más fuerte, dictando el compás de un ritmo que iba en crescendo, hasta que mi cuerpo no pudo resistir su intensidad y estalló desde adentro, lo siguiente fue completamente inexplicable, vi que sus alas se quemaron y la Diosa empezó a transformarse, hasta quedar reducida a una bella mujer y allí me desperté.
Fue una experiencia abrumadora, acuosa que me llevó de regreso a mi propio génesis, al espiral de la vida, al útero de la madre tierra. Había sido un sueño, pero por alguna razón imposible de entender, mi piel amaneció completamente enlodada y lo más extraño fue que en esa mañana el aire estuvo casi irrespirable, por la intensa fragancia que desprendían los verdores de las hojas cuando las agitaba el viento.

Apenas había pasado un mes de aquella memorable experiencia, pero mi ser todavía seguía inmerso en aquel mundo perdido.
Recuerdo que estaba tranquilo en casa revisando una biografía de Leonardo Da Vinci, en la que aparecían los planos de la primera máquina voladora diseñada por él, me enfoqué en la leyenda del dibujo y algo sobrecogedor me hizo entenderlo todo; esas escasas líneas me dieron la clave de lo que había estado buscando; hablaba de cómo reproducir la máquina que de acuerdo a las leyes matemáticas fuera capaz de volar, pero había algo mucho más importante que me llegó hasta el alma al leer la siguiente estrofa: ”…Se puede decir que la máquina para volar, construida por el hombre, sólo le faltaría la vida del pájaro, la cual podría ser extraída de la propia vida del hombre”
En ese momento entendí el gran acertijo de la Diosa, finalmente supe por qué en el sueño se le habían quemado las alas y lo más importante fue descifrar lo que ella había tratado de decirme con en esa gran metáfora; me estaba pidiendo que entrara en su cueva, y aunque nunca se me hubiese ocurrido una idea tan loca, solo necesité un instante para que las cosas cayeran en su lugar y todo tuviera sentido; ella sería la única montaña y yo el único hombre en atravesarla, por fin había encontrado mi propio destino: una aventura capaz de reinventar nuestra propia historia.

Entrar en la cueva se me volvió una verdadera obsesión, la única manera de hacerlo era con un avión, sabía que tenía que arrancarme las alas para seguir volando, pero exactamente ¿qué significaba eso? La altura del tepuy es de tres mil novecientos cincuenta pies y la cueva está a sólo quinientos pies por debajo de la cima, por lo que empecé a medir mis probabilidades, llamé a mis compañeros y les pedí todas las fotografías de la montaña que pudieran darme y las proyecté en la pared de mi casa, allí fue cuando entendí las dimensiones de la aventura en la que me estaba metiendo. Por primera vez me pregunté si era posible pasar volando a través del estrecho diámetro de sus entrañas. Allí estaba el dilema que sin duda marcaría un gran comienzo para seguir mi aventura, el tamaño de la cueva era tan crítico que lo que antes me había parecido posible, ahora era un suicidio.

Seguí viéndola, estudiándola a través de la fotografía que había proyectado en la pared y como un loco sueño ella empezó a darme vueltas y a convencerme de una sola cosa: continuar hasta el final, pero mis preocupaciones eran muy concretas: ¿Cómo hacerlo sin herirla, sin herirme? ¿Cuántas posibilidades había para que ambos saliéramos ilesos? ¿Cómo podía minimizar el gran riesgo que estábamos corriendo? Sin entender mucho cómo pasó, ella muy sutilmente comenzó a señalarme los caminos que nos unirían para siempre.

Unas horas más tarde, se presentaron mis amigos en la casa y al ver ese revuelo de fotos, papeles y cálculos regados sobre la mesa, me preguntaron en qué andaba, les conté por encima sin revelar mi secreto, ocultando lo más esencial de la historia, el encuentro con la Diosa y me dijeron que estaba completamente loco, yo sabía que tenían razón; estaba loco por volar en el delicioso aire que sale de sus entrañas, estaba loco por sentir la calidez de su cueva, estaba loco por explorarla, por ser el primero, el último, el único en haber estado allí de esa manera...
Entendí que la forma más segura de volarla era con un avión experimental que llegó a la puerta de mi casa, en una caja, desarmado y cuando finalmente logré que todas las piezas volaran en perfecta formación, me despedí de cada uno de mis afectos y emprendí el viaje que me llevaría a cumplir mi destino.

Cuando llegó el gran día fui al río me bañé en sus heladas aguas y me vestí con calma, como si fuese el comienzo de un ritual nupcial. No recuerdo con exactitud cómo sucedieron las cosas, pero vienen a mi memoria rostros, nombres entrañables que me acompañaron y me ayudaron haciendo ese día todavía más solemne; Jorge Delano hizo las veces de mi padrino de honor y nunca supe de dónde vino su fe y qué vio en mi corazón para darme la fortaleza que necesitaba justo antes de despegar y perderme de su vista en aquél amenazante verde esmeralda. Sabía que la suerte estaba echada y que mi tan ansiada Diosa se abriría entera para mí. En la medida en que me fui acercando ya no pude distinguir casi nada, todo empezó a esfumarse y en el momento menos esperado ella apareció como una antorcha marcando la entrada de su santuario, señalándome el camino, animándome a seguir mientras hacía un movimiento suave con sus alas de Quetzal. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero yo sentí que ya no existía tiempo ni espacio solo me vi naciendo en ella, y fue en ese momento en que sentí el fuego de sus alas quemándome, me perdí en la frescura de su savia, mientras la hermosa Diosa sonriéndome me llevaba de vuelta a los brazos de la madre tierra y sin darme cuenta ya había aterrizado.

A pesar de que han pasado un poco más de veinte años no he podido dejar de amarla. Ella es mi aliento, el sonoro triunfo de la belleza, la que mueve mi mundo y lo gobierna. La que busco en cada mujer que he conocido y en las que me han amado. No he vuelto a verla, pero me dijeron que después de la increíble aventura que vivimos, los guardianes de la selva cerraron los caminos y con una inmensa roca sellaron la cueva, cerciorándose de que ningún otro mortal pueda llegar hasta ella.
Cuentan mis hermanos Piaroa que en la espesura esmeralda de Autana Kuaymanajari ya no hay aves en el cielo, desde ese día vuelan en las alas de la Diosa

Hambre de Ti


“Quiero conocerte...
…Penetrándote“


La fiesta ya dejaba constancia de lo imborrable que había sido aquella noche, en la que nos habíamos reunido gran parte de la familia y amigos, para darle la bienvenida a mi tía Silvia, una mujer extraordinaria y si se quería asumir el compromiso de hacerle justicia, sólo se le podría describir en superlativo; todo en ella estaba acentuado, en especial su muy exótica belleza que por alguna razón enrarecía hasta el ánimo de los más puritanos.

Había llegado de Italia después de haberse pasado los últimos cuatro años de su vida registrando todos sus rincones y no dejaba de hablar, con esa particular manera que emboscaba a cuanto cristiano se le parara enfrente, de cómo la habían domesticado los misterios de aquel entrañable país, que se dibujaba en el mapa como un fetiche, la cosa más deseada por cualquier mujer, una bota.
Recuerdo que tomé ese comentario como una muy simpática alegoría que un país como Venezuela podía darse el lujo de perdonar y la principal razón se debía a que en esta latitud uno se contagia de la más exquisita sensualidad, sobre todo después de quedar mojado con los ardientes sudores del Caribe.

Los pocos hombres que habían logrado escabullirse del hechizo de mi tía Silvia, estaban congregados alrededor de la mesa del comedor, disfrutando de una gran variedad de suculentos manjares; recuerdo en especial un exquisito mouse de chocolate, preparado con el arte con que mi mamá hacía cualquier cosa, que sin remedio incitaba hasta los más conservadores a entregarse al placer de la gula.
A pesar de mis diez años de edad ya podía entender la diferencia entre comer por gusto o devorar lo que fuera impulsado por una inminente necesidad de ser consolado, yo estaba segura que eso era lo que la mayoría de estos caballeros, satisfacían en cada bocado y no les quedaba ni la esperanza de ser rescatados, aunque se tropezaran con el vendaval de encantos que desplegaba mi tía Silvia.

Pasé gran parte de la noche viendo a la gente que me rodeaba sentada en una cómoda butaca situada cerca del comedor, y para que el increíble material que estaba observando adquiriera un mayor dramatismo, lo miraba todo a través del reflejo de un hermosísimo espejo, colgado de tal manera en la pared, que no se le escapaba ningún detalle. Me divertí un montón percibiendo como las palabras se convertían en sutiles gestos, cómplices de alguna situación que en otra circunstancia levantaría más de una sospecha. Creo que fue en ese momento que las cosas cambiaron para siempre, cuando mis ojos, todavía perdidos en el espejo, vieron salir de allí un extraño reflejo que poco a poco se iba dibujando hombre, me paré de un salto de la butaca y sin que me diera tiempo de nada, lo vi parado frente a mí. No sabía si era un ángel o un demonio, lo único que pude sentir fue esa extraña sensación de hambre que empezó a morder mi cuerpo, pero no era la misma hambre que trataban de saciar mis tíos devorando el delicado mouse de chocolate que estaba sobre la mesa, se trataba de un hambre distinta, un hambre que no había sentido nunca y lo peor fue que no tenía la menor idea de cómo calmarla. Así, perdí la inocencia y conocí la implacable fuerza del deseo. Inútilmente traté de moverme, pero la respiración entrecortada, el corazón inquieto y el vientre ardiendo me lo impidieron, por más que intentara alcanzar a esta deslumbrante criatura, sólo tuve que conformarme con ver la ingravidez con que se llevaba a mi tía Silvia para siempre. Este se convertiría en el recuerdo más fascinante y más recurrente de toda mi vida.

Llevo todo el día preguntándome en qué estaba pensando cuando decidí hacerme documentalista. Eso no debería ser una profesión sino un título que uno saca en calidad de accesorio, cuando el agregado cultural de alguna embajada de un país interesante, te invita a un brindis.
Nunca me ha gustado sacar cuentas pero si pongo en una balanza cuánto he ganado cumpliendo con toda la cadena de imposibles que impone esta profesión, seguro saldría perdiendo. Es una lástima haberlo descubierto veinte años después de entregarme en cuerpo y alma a tareas tan insólitas como la que me ha tocado en estos últimos cuatro meses: restaurar un olvidado mausoleo ubicado en el Cementerio del Sur, para filmar un prometedor documental sobre las joyas de Caracas, que hasta ahora no me ha proporcionado ningún placer, pero me permite defender mi estatus sumándole unos ceros a mi cuenta bancaria, y con un poco de suerte también podría agregarle un trofeo a mi insólita carrera.

Caracas es una ciudad bizarra, en la que los venados corren detrás del tigre, esa es la mejor manera de definir mi relación con Federico; un extraordinario herrero que en estos últimos cuatro meses me está dando la oportunidad de desarrollar la paciencia. Tengo que reconocer que este hombre además de ser un verdadero artista en la herrería, es un mago en el arte de desaparecer, pero se le acabaron las excusas, porque hoy tiene que darme la cara y pase lo que pase voy a quedarme en el cementerio, hasta que aparezca con el farol y la reja restaurada, ya está decidido, aunque tenga que inmolarme.
Me quedé esperándolo apoyada en el capot del carro preparando mi furtiva armadura para el encuentro, cuando finalmente vi a un estrafalario jeep entrar por la puerta principal del Cementerio del Sur, con el farol y la reja amarrados al techo, y al verlo respiré profundo mientras pensaba: Dios existe.
No puedo describir la increíble sensación de placer que sentí cuando los músculos de mi cara empezaron a relajarse; sin poder evitarlo se me instaló una enorme sonrisa en el rostro y entonces tuve que reconocer que hacía tiempo no veía un trabajo tan fino, tan exquisitamente logrado, la impresión que me invadió en ese instante fue muy parecida a la de dar a luz, en lo que vi la pieza de arte, se me olvidó todo.

El mausoleo que había escogido el director estaba a unas pocas cuadras de la entrada principal del Cementerio del Sur, muy cerca del estacionamiento, lo que me permitía andar con cierta tranquilidad, porque había gente trabajando muy cerca de allí y aunque ya estaba oscureciendo no me preocupaba quedarme un rato más instalando el farol. Un obrero se acercó a mí y alabó con gran generosidad el trabajo que habíamos hecho, por esas cosas que uno no espera de la vida, me ofreció ayuda que de muy buena gana acepté. Buscó sus herramientas y en un instante el farol estaba listo, le pagué con la misma generosidad y bajé al carro a buscar mi cámara fotográfica, en cuanto regresé el hombre ya se había ido, no le di importancia pues estaba tan emocionada por lo bien que había quedado todo, que empecé a tomar fotos de diferentes ángulos y de pronto me sorprendió una sensación tan embriagante, que no la pude contener. Era la primera vez en cuatro meses que me sentía satisfecha, sin anunciarse, la muy ansiada gratificación, se había hecho presente.

Como buena directora de arte caminé unos pasos para apreciar desde lejos el efecto de la iluminación del rescatado farol y en eso me percaté de que estaba completamente sola, no había ni un alma en ese lugar , ya se había hecho tarde, sin pensármelo mucho me apuré en buscar mi cartera para irme y cuando quise entrar me di cuenta que las puertas del mausoleo estaban cerradas. Al principio no entendí muy bien qué pudo haber pasado, porque nadie había estado allí y yo no recuerdo haberlas cerrado. Me revisé los bolsillos rogando tener las llaves del carro encima, pero las tuve que haber guardado en la cartera, lo que si encontré fue mi caja de cigarrillos, saqué uno para fumar mientras decidía qué hacer atrapada en aquella oscuridad, pero tampoco tenía encendedor. Volví a revisar tocándome los bolsillos de atrás del pantalón, cuando escuché justo por encima de mi hombro, el
click de un encendedor, volteé para verle la cara a mi salvador y no pude creer lo que estaba viendo, era una llama suspendida en el aire, sin que nadie, absolutamente nadie estuviera sosteniéndola.

Todo en mí se crispó, dejándome completamente paralizada. Trataba de calmarme pero lo único que lograba escuchar era el redoblante latido de mi corazón que insistía en salirse por la garganta. El aire se llenó de un intenso olor a celo que parecía venir de un animal, o quizás era el deseo animal de un hombre con hambre de mí, no lo supe en ese momento y me negaba a saberlo; justo cuando traté de reunir todas mis fuerzas para recuperar el control y escapar de allí, unas enormes gotas de sudor empezaron a resbalarse por mi garganta, y en un instante sentí un aliento viscoso que me rozaba, me lamía y me chupaba. Lo que vino después no puedo explicarlo pero la explosión que me asaltó desde mi propio epicentro fue tan avasallante que sentí como si una espada caliente hubiera atravesado todo mi cuerpo, no podía parar de temblar, mis ojos estaban inundados y caí de rodillas vencida por el éxtasis, sin ánimo de entender nada quedé absolutamente rendida, haciendo agua, naciendo otra vez, y lo único que imploraba a gritos era que ese instante durara para siempre… Creo que entendí la eternidad.

Apenas supe por dónde fui. Tengo un recuerdo confuso de haber vagado por algunas calles cerca del cementerio, totalmente desconocidas, mal alumbradas y bastante peligrosas; no sé cómo pasó, pero cuando recobré la conciencia de mi misma, estaba saliendo por el distribuidor de Altamira, casi llegando a casa. Me era muy difícil identificar todas las sensaciones que me estaban abordando, realmente me sentía extraña, muy extraña, busqué el espejo retrovisor para encontrar alguna evidencia de algo que tuviera en la mirada, pero no pude notar nada, volví a mirar y me di cuenta que sí, definitivamente había algo increíblemente diferente, por alguna razón el espejo reflejaba el secreto de mi vida, revelaba mi última historia, una historia que ni siquiera yo podía armar.
Lo que vi después me sorprendió todavía más; había algo en mi rostro que lo hacía lucir mucho más cautivante, más animal quizás era la mirada o los labios que se veían mucho más carnosos, aunque más bien me pareció que era algo en la piel porque estaba mucho más traslúcida, definitivamente algo importante me había cambiado y por más que lo negara, cada minuto que pasaba, me iba pareciendo mucho más a la enigmática tía Silvia.


Abrí la puerta de mi casa y como si estuviera saliendo de una anestesia me empezó a doler todo el cuerpo, incluso sentía que todo me ardía, encendí las luces, tiré el bolso y me fui quitando la ropa en una suerte de rito que poco a poco me fue liberando, al dejar respirar mi piel desnuda, el aire de la noche. Cuando llegué a mi cuarto lo vi acostado en mi cama, sin darle crédito a lo que veían mis ojos, me quedé en completo silencio, mientras sentía cómo se me iba erizando hasta el alma, esa criatura me miró como nunca me había mirado nadie y en un susurro me preguntó

-¿Te sorprendí?-

Después de tomarme un momento en el que supe cuál era mi destino y celebré descubrir que hay más plenitud en adorar que en ser adorado, le contesté:

-Siempre, eso es lo que te hace tan adictivo-

Le brindé una sonrisa animal y en el momento menos esperado, como un sortilegio, se desvaneció como siempre. Lo último que vi de él fueron sus intensos ojos de antiguo vampiro… Ya estaba amaneciendo.

Mágica Celada

Tres años, veintiún días, ocho horas, quince minutos, diez segundos y este despecho no se me quita y yo que pensaba que hasta la idiotez tenía un límite, pero no, que va, por la experiencia vivida ahora sé que puede ser infinita; si sigo así se me va ir la vida entera deseándolo, extrañándolo, llorándolo, para resumir; trepándome a las paredes por un señor que me compró el vestido de novia y se casó con otra, y para poner la guinda sobre la crema del helado, sin renuncia, ni preaviso.

No sé de dónde saca la gente la idea de que el infierno es caliente, cuán equivocada está, el infierno es gélido como esta rabia que se ha ido macerando con los años y me sofoca, si no fuera así yo no estaría congelada, paralizada, quemándome en este presente continuo, por este abandono, que en lo que me descuide le celebro otro aniversario.

Ayer antes de verle la cara al sol, salí en mi carro rumbo a Yaracuy, un lugar reservado para los misterios que se ocultan unas veces en la magia y otras en la religión. Allí se encuentra una montaña mítica llamada Sorte, recinto de María Lionza, una Diosa que encarna el misterio universal de la feminidad y el amor; cuenta la leyenda que fue la madre de la raza mestiza, aborigen con español, y su corazón fue tan inspirador que logró la unión y el romance entre estos dos mundos. Si María Lionza pudo con una tarea tan difícil, sin duda también podrá ayudarme con esta desesperación que lleva rato gruñéndome, mordiéndome como un perro enfurecido y ciego.

Llegué a la montaña a media mañana y después de abrirme paso entre invocaciones, velas rojas, incienso, cientos de ofrendas y hacer un gran esfuerzo para no dejarme invadir por otros pesares, encontré a Luisa, la chamana. En lo que ella me vio, emitió un sonido onomatopéyico, que parecía venir de un animal escondido en la boca de su estómago, me agarró la cara como asegurándose de no perder ningún detalle y me dijo:

¡Hummmm, lo que tú tienes muchacha es mal de amores!

Me invitó a sentarme en lo que quedaba de una silla, se persignó, se echó un trago directo de una botella que parecía contener agua ardiente y sin más demoras encendió el tabaco, con mucho nervio en los dedos lo giró varias veces, me miró a los ojos y me soltó esta perla:

-Pero si este hombre etá amarrao mija, y bien amarrao, sabe

-Pues desamárrelo que para eso he venido

Se levantó de la silla meneando la cabeza como si le disgustara lo que le acababa de pedir, sacó una botella de vidrio, que contenía un líquido transparente, la puso sobre la mesa respirando como un toro, en una clara señal de impaciencia y me preguntó

-¿Qué es lo que tú quieres?

En ese momento todos los pensamientos me atropellaron y la selva en la que estaba metida se hizo más húmeda, el aire se puso espeso, apenas respirable, y como un torbellino sentí la sangre caliente, como una marea roja, latiéndome en todo el cuerpo y cuando quise hablar, las palabras se me atragantaron en la garganta de un manera tan extraña, que no puede emitir un solo sonido, entonces como si fuera algo tóxico pensé: ¿Cómo decirle a esta mujer que lo que yo quiero de verdad, es que él se pierda en la misma locura que yo siento por él, que me tenga ganas, quiero que se vuelva loco, que se enferme de mí? ¿Cómo pedirle que me haga ese conjuro? Después de un rato entendí que no tenía que decirle nada, porque la chamana ya había escuchado todo lo que había en mi corazón.

De regreso a Caracas llevé la botella con el embrujo muy bien cuidada, la mantuve a la vista todo el camino, no fuera a ser que se me derramara y me trajera desastrosas consecuencias, tal y como me lo había advertido la chamana antes de despedirnos:

-Usa muy poca cantidad que es bien maluco p´los hombres y no me vaya a culpá de lo que le pase.

Llegué a la casa temprano, estacioné el carro y no me aguanté, abrí la botella, buscando algún aroma que me diera alguna pista, sobre cómo atacan los demonios de aquél líquido transparentoso, pero fue inútil, para mí era como el agua; no tenía color, ni olor y lo dejé hasta ahí porque no estaba dispuesta a probar lo que contenía la botella. Me sequé los dedos que me había mojado en la tapicería del carro y empecé a pensar con la lógica, prueba de que la magia se había esfumado, y en ese momento me pesó el dineral que le había pagado a la tal chamana, estaba claro que me había robado, bien hecho, me dije, lo merecía por necia. No había terminado de entrar en el ascensor cuando un vecino de unos treinta años, bastante soso por cierto, tuvo el amable gesto de sostenerme la puerta mientras yo entraba, entonces frente a mis ojos, se transformó en una fiera; en menos de un segundo aquél hombre que siempre me había puesto al borde de un bostezo, me lanzó una mirada tan electrizante, que me faltó el aliento. El pobre hizo de todo para aguantarse y no tocarme, me habló con una voz tan aterciopelada que casi morí y resucité cuando se me acercó y me sopló el cuello, después el cabello y por último la cara, con tal sensualidad que me hizo creer que estaba en el cielo, entonces sentí una corriente de adrenalina que me recorrió todo el cuerpo y con la emoción en la piel grité: Jackpot,
Había sido testigo del gran poder que yo ejercía con el contenido de esa botella; por fin podía andar por la vida con el ticket ganador, el hechizo había funcionado.
Creo que si fuera menos terca usaría todo ese poder para un proyecto mucho más ambicioso como ser presidente, controlar fortunas, manejar voluntades, hasta empezar una nueva religión o construir un ejército, pero lo único que quería era el corazón de Carlos.

Desde el momento en que me presenté en su oficina hasta hoy, una semana y media después, lo he tenido como siempre lo había soñado; vive para mí, respira por mí, delira por mí, en dos platos está loco por mí, hasta me dijo que había hablado con su ex, no podía creerlo, hasta la llama ”ex”, y lo mejor de todo es que me susurró al oído que pasaría por su antigua casa para recoger sus cosas.
La verdad es que apenas me reconozco; estoy más pícara que nunca, más potente, más jugosa, por fin me siento reconocida, valorada, me miro en el espejo y veo a una mujer con el poder de ser feliz.
Estaba tan embriagaba en mi propia victoria que lo dejé tomando un baño y salí de la casa a trabajar, cosa que no hacía desde que empezó todo este lío y en el camino me di cuenta de que se me había olvidado esconder la botella que contenía la mágica celada, me devolví saltándome semáforos, yendo en contra flecha y pisando el acelerador para ir más rápido, mientras le pedía a todos mis Santos, que nada de lo que tanto temía estuviera pasando.

Carlos ya había salido de la casa y estaba esperando el ascensor cuando se cruzó con el conserje que se volvió tan loco, que ni siquiera esperó a que se cerraran las puertas del ascensor para saltarle encima a Carlos, que se defendió como un gato de la pasión desenfrenada de ese señor, que insistía en morderlo, tocarlo, besarlo; hasta que se le zafó y salió del edificio gritándole, amenazándolo mientras se acomodaba el traje y se sacaba el asco a punta de groserías.
Más tarde le pasó lo mismo en el tráfico con un motorizado, que trataba por todos los medios de robarlo, pero no lo usual, sino un beso y gracias al muy oportuno cambio de luz del semáforo, se salvó de que ese hombre se le metiera en el carro por la ventana. Sin entender mucho lo que le estaba pasando, Carlos se paró en la panadería cerca de su casa, pues con el mal rato que pasó, lo único que le provocaba era tomarse un café y organizar sus ideas para hablar con su ”ex”, y allí mismo lo sorprendieron dos varones bien puestos, cercándolo e insinuándole las ganas que le tenían. Uno de ellos le lamió la cara, mientras que el otro le agarró el trasero, las mujeres que estaban en la panadería salieron gritando del lugar, tal era la indignación y la rabia de Carlos que apartó a uno con una patada y al otro lo sorprendió con un derechazo tan fuerte que lo dejó tirado sobre una de las mesas, Carlos salió del lugar completamente desencajado e intentó llegar hasta su carro, pero se sintió tan nauseabundo que le fue imposible controlar las arqueadas.

Cuando llegué encontré la casa vacía, corrí al baño y la saliva se me empezó a poner espesa cuando vi que en la botella no quedaba nada, ni una gota, en ese momento supe que estaba acabada; sin duda él tuvo que confundir lo que había en la botella, con una loción para después de afeitar. Empecé a respirar hondo tratando de calmarme, cuando me interrumpió el ring del celular, era él lo atendí aterrada y para mi sorpresa me habló normal, cariñoso, como si no estuviera pasado nada. Me dijo que ya estaba llegando a la casa que por favor lo esperara, así lo hice, y en lo que le abrí la puerta lo vi completamente destruido, con la ropa desgarrada, la cara arañada, el labio roto y lo más terrible de todo fue que estaba hecho una fiera, buscaba sangre y sin duda quería la mía. Me habló con los dientes tan apretados que apenas pude entender algo de unos hombres que se le fueron encima, ciegos por la pasión que él les había desatado, fue hasta el baño buscó la botella y en lo que la encontró me la tiró encima y me dijo:

-Nunca pensé que fueras tan patética

Esa fue la última vez que lo vi, pero la vida no se detuvo, por el contrario siguieron los meses, los días, los minutos y los segundos de esta historia envejecida, de esta locura llamada pasión, que se niega a morir.

Dios se Salió de la Línea

Entrando en el ocaso de mis días me permito una reflexión, que muy lejos de alborotar mi alegría me llena de una silente nostalgia, por lo difícil que será decirle adiós. Nadie sabe el gigante desafío que fue vivir mi vida antes de conocerla, pero después de seguir su delicado rastro de algodón todo cambió; entonces pude refugiarme en sus aromas, celebrar sus colores, resbalarme en su falda impregnada de tibia miel, ya no me alcanza la memoria para contar la cantidad de veces que descansé en su maravillosa textura y en la que muchas veces se perdió mi piel. Cuando todos me desterraron ella se quedó sembrada junto a mí, siempre tan hermosa, tan inmensa que sólo con ella era posible tocar las estrellas. ¿Será por eso que cuando la vi aquella tarde supe que nosotros, al igual que el arte, estamos cerca del cielo?

Ella calzó en mi talla de gigante y me permitió mirarla a los ojos sin que sintiera vergüenza, fue la única que me hizo agradecerle a Dios por pensar en mí, aquel día que decidió salirse de la línea, quizás porque necesitaba con la misma urgencia que yo, que alguien la acompañara aunque fuera en silencio.
Desde que la gente nace sueña con la idea de ser grande, pero a mí nunca me pasó eso, tal vez porque me hubiese sentido mejor si sólo hubiera tenido un poquito de esto o un poquito de lo otro, pero yo no tuve esa suerte, por el contrario siempre fui un ser desbordante, desmedido y esa fue mi mayor desgracia, pero también fue lo que me acercó a ella, ahora que lo pienso hasta en eso nos parecemos, porque nunca tuvimos que preocuparnos por ser lo que ya éramos: células, átomos, vidas condenadas a la inmensidad, desterrados a la más infinita soledad, debido al vértigo que suelen dar las desproporciones.

Siempre supe que las personas no están preparadas para las cosas extraordinarias, aunque se pasen la vida entera anhelando grandeza, prefieren vivir dentro de la comodidad que ofrecen las pequeñas ideas, los pequeños triunfos, las pequeñas verdades e inclusive los pequeños amores, confieso que siempre quise vivir como ellos y quizás tengo en mi memoria el lejano recuerdo de la única vez en mi vida que tuve la increíble sensación de sentirme pequeño; fue la primera vez que la vi, desde ese momento supe que ella era mi destino.

La vida nuevamente me pone en una terrible encrucijada, porque tengo que pensar en la manera en cómo le voy a decir algo que será muy difícil para los dos y mi cabeza es tan grande, dispone de tanto espacio que las palabras se pierden y les resultan tan difícil encontrase, sólo pido que por una vez no se dispersen, las necesito juntas, para formar la oración más triste de mi vida, con la que voy a decirle adiós.

Después de pasar toda la noche intentando atrapar las palabras en mi cabeza, al final fue más fácil y mucho más conveniente hablarte con el corazón, así que no pude postergarlo más, me llené de valor y salí a buscarla pero todavía era muy temprano, andaba allí toda cubierta y sin ninguna intención de querer saludarme, entonces me fui a mi cuarto, mi rincón sagrado en el que sólo tengo una cama, una silla y una pintura que contiene su infinita silueta, no me había dado cuenta pero a simple vista ese cuarto podría ser el cuarto de Van Gogh, otro condenado a ser grande, y al igual que yo sólo contó con un espacio despojado de cosas, una habitación vacía en la que no cabía nada más, quizás porque el resto del espacio lo ocupaban la magnitud y la soledad.

Nunca entenderé a Dios, pero es mejor que termine de hacer las paces con él porque hace una semana lo escuché decir que en pocos días me voy con él, eso no sería ni malo, por primera vez en mi vida dejaría de crecer, después de sesenta años finalmente dejaría de crecer… Había esperado tanto ese momento, que mi corazón empezó a sentir algo extraordinario: alivio. Cuánto me hubiera gustado tener suficiente tiempo para preparar mi partida, pero no fue así, había llegado la hora, entonces resignado corrí hacia mi entrañable y amadísima montaña que inocente de lo que le esperaba, estaba como siempre esperándome, abriéndome su espléndido regazo templado por el sol, la miré y de mi rostro se escapó una gigantesca sonrisa, traté de explicarle pero fue inútil, no pude decirle adiós. Entonces, sin premeditarlo le pedí que viniera conmigo. En ese momento entendí que lo único que la movería sería un enorme acto de fe, con mi último aliento me entregué y lo siguiente fue maravilloso, empecé a hundirme y a hundirme en sus brazos mientras ella se estremecía con fuerza y no me pude contener, empecé a llorar de alegría, porque si me iba con ella a mi lado, el paraíso ya había llegado.

Delicia de Mujer

En La Encantada estaba amaneciendo y aunque a duras penas se vislumbraban los primeros rayos de luz ya todo era brillo y color. Se respiraba alegría y en cada detalle se sentía la mano de Dios, que sin duda, al igual que el resto del pueblo, también se había despertado de muy buen humor y no era para menos porque sólo faltaban horas para celebrar el acontecimiento más esperado de los últimos veinte años, la boda de Julieta y Eduardo. Una parejita hermosa, hecha de miel, que se habían prometido amor desde que sus mundos tuvieron memoria. Todos en la Encantada estaban de fiesta, era un pueblo tan pequeño que si acaso se podían contar cien familias y un caimán, que había envejecido sin molestar a nadie y con el paso del tiempo hasta el estanque le quedó pequeño, pero eso nadie lo notó, porque había sufrido el mismo destino de los que se ponen viejos, quedó sumergido en el más profundo olvido, y aunque la gente sabía que todavía estaba allí ya nadie lo veía.
A diferencia de otros días esa mañana las horas pasaron demasiado rápido y la gente del pueblo se apuraba en acomodar los últimos detalles con sorprendente esmero; unos dedicaban sus esfuerzos en terminar los magníficos arreglos, con los que iban a vestir la pequeña capilla donde se oficiaría la misa, mientras que otros se concentraron en revisar sus sermones escritos con buenas intenciones y espléndidas palabras, el resto se esmeró en servir los más deliciosos manjares con los que iban a coronar el tan esperado evento. Nadie pudo resistirse a los suculentos aromas que poco a poco se fueron adueñando del aire, haciéndole la boca agua no sólo a quienes rondaran por allí, sino también a los que vivían a cientos de kilómetros de distancia, por lo que no faltó quien aprovechara los muy merecidos descansos para robar algo de los exquisitos platos, expuestos sobre las típicas bandejas de barro como si fuesen verdaderas obras de arte. Desfilaron en una infinita pasarela gastronómica cordero al vino, pisillo de venado, lomo de cochino y todos estaban ilusionados con volver a saborear las recetas que sólo estaban reservadas para ocasiones tan especiales como esa, la gente estaba tan distraída en sus tareas que nadie se dio cuenta cuando Julieta salió.

Julieta era conocida por su exótica belleza, una morena de ojos verdes que por más que se lo propusiera le resultaba imposible pasar desapercibida. Siempre se supo bella, por lo que era coquetísima y muy celosa, condición que lejos de molestar a Eduardo lo halagaba y hasta le parecía muy seductor el retorcido juego con el que Julieta lo sorprendía y al que cedía sin remedio a los caprichosos inventos de esa fértil imaginación. Esa mañana, la más importante de su vida, Julieta se entregó a la plácida tarea de preparar su cuerpo para una noche que desde hacía mucho tiempo se la había prometido al amor, frotó su piel con aceites delicados y comenzó a tejer en sus incontables bucles negros pequeñas orquídeas blancas que iban perfumando el aire que dejaba a su paso.
Cuando sujetó en su desordenado cabello la última flor, la invadió una terrible sensación de angustia que le secó la boca y por poco le perforó el estómago, Julieta sin saber cómo ni por qué, atravesó medio pueblo como si hubiese visto al diablo y en esa locura siguió corriendo por los caminos que la llevaban derechito a la casa de Eduardo, pero no tuvo que llegar tan lejos porque lo vio justo después de pasar el estanque, allí su corazón se desbocó al encontrarse con la imagen de un Eduardo que le costó reconocer, una imagen que parecía salir de su más inquietante pesadilla, lo vio como nunca lo hubiera querido ver: feliz, abrazando y cubriendo de besos a otra mujer, que además no podía reconocer y en ese instante sintió cómo la vida se le quebraba a pedazos ahogándola en una infinita desolación, le costaba respirar al ver que esos brazos que hasta ese instante habían sido su refugio ya no eran sólo de ella, ese deseado corazón en el que tantas veces había izado su bandera ya no le pertenecía, se torturó imaginando las promesas que sin saberlo había compartido con esa extraña y por primera vez quiso morir. Se quedó en silencio conteniendo la rabia y el dolor que ya empezaban a quemarla por dentro y sin pensarlo dos veces corrió y en cada paso veía como se iban cayendo todas las flores que había tejido con tanta paciencia, de pronto sintió que desaparecía en un hueco negro, en una terrible trampa que el destino le había tendido y quiso gritar con todas sus fuerzas, pero ya era demasiado tarde, sabía que nadie podía sacarla de allí.

Eduardo estaba en la puerta de la capilla impecablemente vestido, esperando con sus amigos el momento más feliz de su vida, aprovechaba para saludar a quien venía llegando y no dejaba de presentarles a Carolina, una bellísima sorpresa que llegó en el último momento, una mujer espléndida que había sido su mejor amiga en la universidad cuando estaba estudiando agronomía y se había casado con Miguel un muy exitoso empresario, que en aquellos días también fue parte de su muy reducido grupo de amigos y le había insistido a Carolina que no se perdiera la ceremonia, con la firme promesa de que él llegaría un poco más tarde.

Eduardo no le podía pedir más a la vida y en muy poco tiempo la capilla se llenó de gente, sólo faltaba la novia y sus suegros. Esperaron más de una hora cuando finalmente apareció el padre de la novia hecho un manojo de nervios, porque nadie sabía nada de Julieta; el vestido, el bouquet, los zapatos todo estaba intacto, tal y como ella lo había dejado, parecía que se había esfumado. Eduardo organizó a todos los hombres incluyendo al cura y los agrupó en un número par, de cuatro en cuatro, para abarcar de manera más efectiva un radio de búsqueda que cubriera a todo el pueblo. Las mujeres corrieron a la casa de la madre de Julieta para acompañarla y consolarla en este difícil momento.
Empezó a caer la noche y todos los intentos de búsqueda fueron inútiles, todavía no la habían encontrado, Eduardo sólo quería llegar a su casa, necesitaba estar solo y así se fue pateando el camino, inmerso en un sepulcral silencio, sintiéndose deshecho y en el colmo de la desesperación. No dejaba de darle vueltas a la cabeza pensando en cómo podía descifrar el misterio, tratando de entender qué le pudo haber pasado a su adorada, justo a unos metros de distancia antes de llegar a su casa lo sacudió un aroma que le recordaba tanto a ella, por fin en medio de aquél delirio, sintió algo que le resultaba refrescante, una pequeña esperanza y rápidamente buscó y buscó, hasta que clavó su mirada en el suelo y extrañamente vio unas flores blancas que parecían marcar un camino, pero la gloria no le duró mucho, empezó a sentirse indispuesto, mareado al percatarse de cuál era el destino final de ese extraño rastro, se le lleno el cuerpo de horror, sin mediar se paró frente a lo que más temía y tuvo que reunir todas sus fuerzas para aguantar lo que estaba presenciando: un mar de lágrimas que brotaban de los ojos del caimán, Eduardo completamente hundido en su estupor sintió un golpe fulminante que lo hizo caer de rodillas al ver que de esas aterradoras fauces, todavía abiertas, salía el alma liberada de su amada Julieta, una delicia de mujer que finalmente el caimán se había devorado, dejando como vestigio el suave perfume de las tersas orquídeas blancas, que poco a poco se iban apagando.

Me Perdí Buscándote y Nunca Más Encontré el Camino

Recuerdo que hace mucho tiempo atrás mi abuelita me premiaba al final de cada semana, con un bellísimo helado, de proporciones extraordinarias, mientras caminábamos por el boulevard de Sabana Grande. Un lugar que para la época conjugaba perfectamente con la palabra elegancia. Era precioso y muy llamativo no sólo por los innumerables neones que iluminaban las tiendas, sino también por sus calles, que estaban completamente empedradas. Allí fue donde desarrollé mi particular gusto por caminar, y también allí nació mi devoción por entregarme a las ciudades que te permiten gastar zapatos.
El boulevard de Sabana Grande tenía como veinte cuadras tan anchas, que nos hacía sentir que en esta ciudad había espacio para todo. A lo largo y a lo ancho de la calle se distribuían todo tipo de cafeterías, puestas al aire libre, donde podías ver gente jugando ajedrez, discutiendo algún libro de moda, pintando, encontrándose, enamorándose o simplemente disfrutando de un riquísimo café. El clima era perfecto para cualquier emoción que estuviera en el aire. Incluso para muchos inmigrantes era el encuentro de dos mundos, el mejor estilo europeo con la frescura de América. Qué más se podía pedir… Además como prueba de que el cielo existe, gozábamos de un eterno verano. Así era Caracas, la ciudad donde tuve el privilegio de nacer. Mi abuela y yo siempre encontrábamos el tiempo para disfrutar el ritmo contagioso de una ciudad sana, alegre y suspirábamos ante las impecables vitrinas, que presumían tener todo lo que mandaba el lujo y el confort incluyendo, para beneplácito de los turistas, finísima peletería. Era un lugar que te permitía sentir, pensar, soñar, amar... Todavía hoy me sorprendo al recordar cómo esas vitrinas me contagiaban con esa insaciable sed de tenerlo todo. Siempre mortificaba a mi abuela con cualquier capricho que se me pusiera por delante y nunca faltaban las confesiones de mi último anhelo y ella pacientemente se limitaba a sonreír, mientras me miraba por el rabillo del ojo asombrada de la facilidad que tenía su nietecita, para entrar y salir de una suerte de trance ocasionado por la interminable lista de las cosas que deseaba. Entonces me decía en un tono muy filosófico, casi de advertencia, Cuidado con lo que desees se puede cumplir... Y yo me quedaba sorprendida, porque eso era justo lo que quería, que se cumpliera no sólo ese, sino todos los deseos que salieran de mi corazón, por el resto de mi vida. Ella ante tal insistencia se rendía e inmediatamente buscaba hacia el este de la ciudad. Nada difícil en Caracas porque contamos con una montaña espectacular ubicada al norte, llamada El Ávila, que además de ser nuestra guardiana oficial, nos orienta fácilmente. Esa es la razón por la que en esta ciudad nadie se pierde. Mi abuela como buena caraqueña oteaba el cielo, buscando algo justo en el este, hasta que después de algunos tímidos salticos y pararse con cierta gracia sobre la punta de sus pies la señalaba emocionadísima, como si hubiese encontrado un tesoro. Era una espectacular luna llena, apareciendo entre los edificios y me decía, mientras la señalaba, si tanto lo quieres, pídeselo a ella… Cuando la escuché me pareció que esa sugerencia era más propia de una hechicera que de mi abuela, pero ese detalle lejos de desanimarme, alimentó todavía más las ganas de intentarlo. Así que eso fue exactamente lo que hice y sin proponérmelo mucho también fue el comienzo de mi extraño culto por la luna llena. Dicen que la luna llena puede traer ciertos embrujos para la gente que la contempla. Sin embargo, no existe ninguna teoría científica que pueda demostrar la veracidad de esta premisa. A pesar de esto siempre he sentido, gracias a mi abuela, que hay una extraña fuerza mágica que se desborda justo en luna llena. Si esto no fuera así jamás hubiésemos contado con una de las historias populares más fascinantes, que hemos mantenido desde la tradición oral, como lo es la del hombre lobo. Adoro esta historia no sólo por la fuerza narrativa que le exige a quien la cuente, si no por la contundencia con la que nos señala esa parte oscura que habita nuestro interior. Esto no quiere decir que esta condición que nos habita, sea buena o por el contrario sea mala. Es simplemente oscura. Pienso que son todas esas cosas que reprimimos por no tener el valor, la paciencia o el interés de enfrentarlas. Por alguna razón que desconozco y desde el fondo de mi corazón celebro, la luna llena tiene lo que se necesita para despertar a nuestros demonios, que no son otra cosa que nuestros deseos internos dispuestos a devorarnos vivos.
Eso fue exactamente lo que experimenté hace tres noches, cuando apareció una luna inmensa, casi surrealista frente a mi ventana. Igual a la de aquella tarde cuando estaba vagabundeando con mi abuela, y como si fuera una hechicera me habló de su poder. Entonces en vez de correr hacia mi cama y refugiarme en la seguridad de un sueño reparador, que para colmo me iba a ser de más utilidad al día siguiente, por la cantidad de trabajo que tenía pendiente. Me quedé allí parada, contemplándola, buscándole pelea. Corrí para abrirle la puerta del balcón, sabiendo en lo que me estaba metiendo y la invité a pasar. Cerré los ojos, abrí mi corazón y le susurré mi deseo con todas mis fuerzas. No hizo falta más. Algo en mi interior sabía, tenía la certeza que estaba concedido. Ahora tenía una sola cosa que hacer, esperar y eso fue exactamente lo que hice.

Al día siguiente me desperté bien temprano, casi de madrugada. Algo muy raro en mí, lo confieso. Puedo hacer cualquier cosa en esta vida, menos levantarme temprano. Es el mal que sufrimos todas las criaturas de la noche, los seres noctámbulos, que encontramos en el silencio de la noche una especial complicidad. A pesar del esfuerzo que hice para levantarme, me atrapó el tráfico infernal que sufre esta maltratada ciudad y aún así, por una vez, llegué a tiempo a la agencia de publicidad. Allí estaban todos mis compañeros, sentados en la mesa destinada a las reuniones donde se presentan los proyectos, con sus blackberryes sonando y sus interminables tazones de café, mejor conocidos como mugs, que a diferencia de nuestras coquetas y tímidas tacitas de café, los mugs parecen contener más que un sabroso brebaje, una medida de tiempo.
¿Qué haces tú aquí tan temprano? ¡No son ni las ocho de la mañana! ¿Le pasó algo a Kennedy? Me preguntó Miguel con su simpático sarcasmo. Cerré los ojitos con cierta picardía y le respondí Dejé a Kennedy ronroneando en mi cama
El resto del grupo celebró el ánimo con que empezó la mañana soltando una buena carcajada que nos servía para liberar la tensión que habíamos acumulado desde hace una semana y enseguida nos sentamos a revisar todo lo que habíamos hecho hasta el momento.
El proyecto publicitario que nos había asignado el Banco, nuestro principal cliente, era muy interesante. Se trataba de hacer una campaña que comunicara todos los beneficios de un banco, además de una manera original. Cada vez que un cliente me pide algo original, me asalta una extrema urgencia por preguntarle cuál es su concepto de originalidad. En vez de eso me muerdo la lengua y de esa manera no corro el menor riesgo de romper ninguna norma del protocolo. A pesar de esto debemos darle gracias a Dios que todos en la agencia tenemos muy claro que la originalidad es nuestra razón de ser. Nos ganamos la vida explotando lo que algunos neurólogos llaman el pensamiento paralelo. Desafortunadamente, los clientes suelen olvidarlo y dentro de sus múltiples exigencias la originalidad es un requisito que encabeza la lista de sus peticiones. Es como pedirle a un fabricante de la industria automovilística que el carro ruede.
En vez de quedarme rumiando las palabras del cliente y perder un valioso tiempo consolando a mi ego, vi en esta campaña publicitaria la oportunidad de consolidar mi nombre dentro de la industria y expandir mis horizontes. Desde hace tres años esa palabra me sonríe, expandir, expandir, expandir… Qué extraño no puedo ni siquiera pensar en esta palabra sin abrir los brazos. Debe ser una experiencia muy prometedora. Empecé entonces afinar mis sentidos, como si fueran una suerte de instrumento musical a punto de ser tocado, a cambiar de piel para convertirme en lo que necesitara convertirme para finalmente vencer y vivir mi propia expansión. El objetivo estaba claro y después de desechar muchas ideas, pensé en crear una comunicación en la que los valores de la marca llegaran más por inspiración que por repetición. Parecía un buen punto de partida. Me levanté de la mesa a premiarme con un buen café y llamé la atención del resto de mi equipo, que al igual que yo sentía la presión del tiempo aplastando sus hombros.

¿Qué les parece si jugamos con un símbolo que represente el espíritu de una época, que refleje los estandartes, los valores que hoy construyen nuestro universo como los derechos humanos, igualdad de oportunidades para todos, libertad, pero por encima de todo conquista, porque la conquista implica riesgo. Todo un tema en asuntos de dinero.
Entonces empezamos a tirar infinitas ideas sobre la mesa, que íbamos colocando en una pizarra como si fueran piezas de rompecabezas, hasta que finalmente apareció lo que andaba buscando, una buena excusa para perderme en la vida de un hombre que siempre vivió dos veces, una para la vida, otra para los sueños y eso lo convirtió en un ser absolutamente exquisito: John F. Kennedy.
Ya habíamos encontrado el protagonista de la campaña y para mi total sorpresa no tardé mucho en descubrir que de mi vida también

Llegué a casa temprano con unas inmensas ganas de consentir a Kennedy. Un extraordinario silvestre domesticus que tiene el arte de alegrarme la vida.
Me sumerjo en Aqua Viva, algo que inventé años atrás para vencer al cansancio. Es el baño más vigorizante que mortal alguno pueda disfrutar, y rendida, en un perfecto estado de relajación pensé en qué parte de la vida de Kennedy me hubiese gustado compartir. Sin duda como la esposa nunca. Tengo que admitir que Dios me dotó de muy poco talento para sufrir. Superar a Jacky era otra historia, una tarea que me tomaría la vida entera. ¡Qué desperdicio!
No había terminado esta reflexión cuando sentí un intenso escalofrío que recorría toda mi espalda. Algo me envolvió como un hechizo y de pronto el aire se impregnó con un aroma sublime, en el que se diluían la intensidad de la madera, el limón y el jazmín. Giré mi cuerpo muy lentamente y lo vi. Allí estaba, parado frente a mí el hombre que había hecho de América su propio Camelot.
No podía creer lo real que era esta visión. Lo joven que lucía. Sobre todo porque John F. Kennedy ya era todo un personaje cuando yo todavía me mojaba en las aguas de mi primera infancia. Ni hablar de la belleza de este hombre, me resultaba casi ofensiva.
Me quedé en blanco, no podía articular una sola palabra tratando de ponerle una camisa de fuerza a toda esa locura que tenía parada frente a mí. Entonces escuché su voz…, y la cabeza ya no me daba, ni siquiera para ordenar las palabras y entender lo que me decía.
Definitivamente estaba muy confundida y lo peor de todo es que tenía verdaderas razones para estarlo.

Él no me quitaba la mirada de encima y de pronto me pareció ver que sus ojos, sus maravillosos ojos, estaban llenos de risa. Entonces recuerdo que respiré profundo y allí fue que pude preguntarle con un hilo de voz
¿De dónde vienes del cielo o del infierno?
Soltó una carcajada que sirvió para sentarme de golpe en una pequeña silla que hasta ahora sólo había usado para poner cosas que no tenía donde ubicarlas.
Se tomó un instante y con mucho aplomo me contestó
No hay ninguna diferencia entre el cielo y el infierno. Están hechos de la misma sustancia…
Su respuesta terminó de romper el hielo y el camino que estaba tomando la conversación me pareció tan interesante que en un segundo recuperé la seguridad en mi misma. Sin el más mínimo temor le devolví la pelota y le pregunté
¿Qué sustancia es esa?
Con una energía totalmente desconocida por mí hasta ese momento, me sonrió y me dijo con toda su gallardía, el amor.
Su respuesta me dejó sin aliento. Obviamente mis inquietudes históricas quedaron hechas trizas. Después de escuchar algo así con qué cara iba a preguntarle por qué había perdido Bahía de Cochinos o cualquier otra imbecilidad que podía encontrar en un buen libro de historia. El tema que estaba sobre la mesa era sin duda, mucho más trascendente, más épico, por lo que no tuve ninguna duda en seguir halando el hilo de ese carrete
El amor siempre fue tu bandera. La cargaste sobre tus hombros cuando luchaste por la igualdad de todos los ciudadanos sin importar que fueran negros, latinos o inmigrantes. Siempre tuviste una especial sensibilidad por los menos privilegiados.
Me resulta difícil entender cómo llegué a sentirme tan cómoda hablando con él, al punto que me permito una carcajada, alcanzo una toalla mientras me pongo la bata. Me acompaña hasta la sala y con un toque de picardía le comento
Por cierto te sorprendería saber quién es el actual presidente de tu amada América.
John me devuelve la misma picardía
¿Un demócrata?
¡Mejor que eso! Un demócrata afroamericano.
Entonces veo como su rostro se ilumina, acerca una butaca y se sienta disfrutando el momento,
Vaya quien lo hubiera pensado… Cómo ha crecido América!!!
Me encanta ver como goza el momento y sin ánimo de interrumpir su éxtasis le pregunto
¿Qué fue lo que te hizo ser tan grande?
Morirme a tiempo.
Suelto otra carcajada
Perdona pero no estoy de acuerdo con eso...
Hay una herencia tuya que la uso cada día como mi piedra filosofal: “Nunca preguntes qué puede hacer tu país por ti. Pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”
Creo que con eso lograste algo muy importante, le cambiaste la mentalidad, la cultura, la forma de pensar a mucha gente. Les enseñaste que el mayor don que puede tener una nación es querer dar en vez de recibir. Ese es el secreto mejor guardado de todos aquellos que saben manejar el poder. Ese legado fue maravilloso.
Brindo por eso.
Nos quedamos quietos, en un cómodo silencio. Me levanto y voy hacia la cocina. John camina detrás de mi impregnando el aire con ese aroma que invita a pecar. Por Dios ¡que rico huele este hombre! Siento cómo me va anestesiando la voluntad.
Abro la nevera, saco un delicioso Carmeniere, mientras el me pasa dos copas, descorcha la botella con un garbo que difícilmente se puede superar y sin poder contenerme le comento
Nunca vi a nadie descorchar una botella así. Pareces más italiano que americano
Como americano soy un desastre
Nos reímos un buen rato. Sin duda ese es el tipo de hombre con el que cualquier fémina se permitiría cometer una locura, sin ningún tipo de remordimiento. Además quién iba a estropear un momento como ese con algo tan medieval como el remordimiento. Lo cierto es que por alguna razón los dioses habían besado mi mejilla, al regalarme esta experiencia y yo ya empezaba a creer que me la merecía.
Después de fundirme en su mirada, me permito un respiro. Esa bocanada de aire me rescata y sin ningún recato trato de inmiscuirme en sus amores, pero de una manera tan intelectual que yo misma me doy asco
¿Después de haber amado a tantas Diosas encontraste el camino de la iluminación?
Lo sigo intentando… El amor lo es todo, si mantienes esa llama viva tendrás la fuerza que necesitas para merecer el mejor secreto de la vida.
Termino el último sorbo de vino que queda en mi copa, mientras pienso en la fuerza de su mensaje. Una fuerte brisa golpea la puerta del balcón. Dejo la copa y corro a cerrarla, en ese momento escucho una antipática alarma. Son las seis de la mañana y apenas tengo una hora para salir a trabajar.

Pasaron semanas sin que hubiera en mi vida alguna novedad. Eso era lo más terrible que le podía pasar a alguien que vivió lo que algunos llamarían un encuentro cercano de tercer tipo. Cada día me levantaba con unas infinitas ganas de no tener ganas de revivir esa experiencia, pero todo lo que intentaba era inútil, clases de yoga, meditación dirigida, hasta los más increíbles masajes fueron a un saco roto. Nada me hacía sentir bien, nada me completaba. El colmo fue que casi cambié de religión con la fe de que un nuevo rosario me iba a devolver la razón. Pero nada de eso pasó. Estaba completamente perdida en ese desquiciado deseo: volverlo a ver. Y lo más triste de todo fue que el único Kennedy que aparecía de cuando en cuando por mi casa era mi gato.
¿Qué clase de conjuro lo había traído hasta mí? ¿Cómo podía resolver el misterio? Todo lo que pensaba era inútil. No me llevaba a ninguna parte. Lo único que me rescataba era la campaña publicitaria en la que estaba trabajando y como si fuera un castigo, el corazón de la campaña también era él. Entonces con la voluntad que me caracteriza, me concentré sólo en eso y le puse tanto entusiasmo, que ningún integrante de mi equipo pudo seguirme. Se volvió parte de la obsesión. Por lo menos tenía que reconocer que había algo positivo que actuaba a mi favor, el deseo que motivó toda esta locura de ganarme un premio para expandir mis horizontes, iba viento en popa. Ese pensamiento me hizo feliz. En ese momento mi mente se detuvo y se concentró en el último pensamiento que me había abordado, el deseo de expandir mis horizontes… De pronto sentí cómo se me cortaba el aliento. Empezaba a ver luz… ¡De eso se trataba! Eso era lo que había pasado, nos habíamos expandido a una dimensión totalmente desconocida. Sin embargo a pesar de mi esfuerzo al relacionar mi insólito encuentro con John Kennedy y la física cuántica me dejaba varada en el mismo sitio. La emoción de victoria no me duró mucho. Ese último atajo que había tomado con la física cuántica era algo difícil de entender, pero imposible de llevar a la práctica. Tenía que volver a empezar. Sin duda faltaba un elemento para encender la chispa que había expandido toda esa magia y mi tarea era descubrirlo. En ese preciso instante otra inquietud me tomó por asalto…,y si yo no tuve nada que ver. Si mi parte sólo consistía en estar allí lo suficientemente quieta, abierta como para facilitar el paso y que todo eso sucediera. Mi angustia empezó a crecer. No me podía resignar a no descubrirlo nunca. La alarma del celular me sacó del trance en el que estaba y me horroricé al darme cuenta de lo tarde que era, estaban por cerrar el estacionamiento y ya no quedaba nadie en la oficina, salvo Yolanda la señora que limpiaba, que por alguna razón ni siquiera notó mi presencia.
Para mi sorpresa el camino de regreso a casa estaba completamente despejado y en vez de distraerme con la gente, como usualmente lo hacía, voltié la mirada hacia dentro, a mi interior. Entonces empecé a disfrutar de una manera nueva, totalmente diferente la brisa fresca de la noche: algo se había renovado en mí y por alguna extraña razón me sentía mucho más ligera, era como si hubiera dejado todos mis pesares olvidados en algún cajón de mi escritorio y en ese momento no pude evitar pensar en Yolanda, la señora que limpia y rogué porque no se le ocurriera tocar mi escritorio, no fuera a ser que se le escapara algún tormento mío y me alcanzara justo llegando a casa. La preocupación no me duró mucho, porque algo en mí sabía, tenía la seguridad de que nada podía echar a perder ese maravilloso instante. Ahora que lo pienso, me pregunto por qué tardamos tanto en descubrir este maravilloso goce, si nos ha acompañado siempre… ¿Por qué nos costará tanto escuchar su voz? Qué importa… Lo único que podía reconocer en ese instante era que por primera vez en muchos días estaba sonriendo, sintiéndome plena, feliz. Será que la gravedad se concentraba en los malos pensamientos y cuando decidimos tener una mente mucho más ligerita, la gravedad se va desentendiendo de nuestro cuerpo. Por eso hay gente que parece tener los pies ligeros.
Estaba llegando a casa cuando sentí cómo si una ráfaga me agujereaba todo el cuerpo. Sin duda era su perfume. Me resultaba imposible no reconocerlo. En una sola inhalación traté de llenar todo mi ser con su esencia y por un instante creí que todos mis sentidos iban a estallar. Qué sensación tan divina; era algo así como una juguetona corriente eléctrica que me subía y me bajaba recorriendo todo mi cuerpo. Traté de correr pero me fue imposible, así que me conformé con apurar el paso. Cuando entré a la casa me extrañó verla tan vacía, pero no tuve tiempo para detenerme a revisarla, porque lo que realmente me importaba era él, tenía que volverlo a ver. Desde ese fantástico encuentro lo único que recuerdo fue desear con todas mis fuerzas volver a estar con él. Mi mente, mi cuerpo y mi alma estaban intoxicadas de John F Kennedy y al parecer no tenía remedio.
De pronto vi una luz plateada que lo iluminaba todo, era la misma luna que nos acompañó esa noche; el corazón se me llenó de nostalgia al revivir los mismos aromas, la misma atmòsfera que recordaba de esa noche. Todo era exactamente igual salvo por una cosa, faltaba él. Me senté en la misma butaca en la que se había sentado él y le vi la cara a la luna. Por un momento tuve la sensación de que la luna se estaba dirvirtiendo y la verdad es que ese jueguito, que todavía no sabía jugar,ya me estaba cansando. Me acomodé en la butaca y sin quitarle la mirada a la luna dije el más bello conjuro, que las palabras pueden crear. Había escrito muchas campañas publicitarias, técnicamente había vivido de las palabras, conocía su poder, sabía que si se tenía la inspiración para ordenarlas y la emoción para decirlas, todo estaba dado, ni la magia podía resistirse. Los árabes han sido muy sabios al reconocer su extraño poder. Ellos le tienen tanta fé a la palabra que cuando insultan a alguien, el agredido se agacha, para defenderse de las palabras hirientes como si se tratara de navajas afiladas, capaces de cortarles la vida.
De pronto me volví a llenar de bienestar, ya no estaba sola, una bella melodía que se escapa de algún balcón vecino me hacía compañía, se trataba de la más increíble versión que jamás había escuchado de Serenata a la Luz de la Luna. Me tomé el tiempo para disfrutarla, cuando sentí sus manos en mi piel. Lo único que puedo decir es que ese momento fue absoluto. Por primera vez supe lo que era tenerlo todo. Ese momento fue tan inmenso que me desbordó. Ahora sé que la felicidad mata, se necesita una cierta preparación espiritual, física y mental para sobre llevarla sin que nos ocasione ningún daño. Con razón la felicidad absoluta no le llega a todo el mundo, sólo está reservada para los seres más evolucionados, dentro de los cuales lamentablemente nunca figuré.
Lo que experimente fue tan intenso que sentía que todo mi ser se hundía.
Como si la gravedad se me hubiera volteado y ahora tenía diez veces el peso de mi cuerpo sobre mí. La emoción era tan fuerte que el aire no me llegaba, la experiencia se me hacía cada vez menos respirable. Entonces en ese instante recordé las palabras de mi abuela cuando me dijo:”Cuidado con lo que desees se puede cumplir”,
sería el deseo el que me estaba asfixiando, el que me estaba vaciando la vida.
A lo mejor esa era la mejor explicación de lo que me había pasado todo este tiempo, lo que me había estado anulando, pero ya no me sentía vacía todo lo contrario me sabía completamente llena. Estaba feliz y son los momentos felices los que nos llenan de vida. Nunca me había sentido tan viva. Junté todas mis fuerzas para levantarme de la butaca, fui a mi cuarto y también me extrañó verlo, porque estaba sorprendentemente vacío, lo caminé en silencio y fue cuando lo entendí todo:
Llegué hasta el espejo, necesitaba verme, reconciliarme conmigo misma, con lo que recordaba de mí misma. Pensando en eso hice un esfuerzo sobrenatural por intentar dejar a la interperie una esquinita del espejo, que ahora estaba cubierto por una sábana vieja.
Lo que vi no fue fácil de aceptar porque esa imagen no tenía nada que ver conmigo. No me reflejaba en nada, no era ni remotamente lo que yo recordaba de mi misma. Pero ¿hace cuánto no me veía en un espejo como para resultarme completamente ajena, tan irreconocible?
Me invade un profundo silencio. Me tomo el tiempo que necesito y vuelvo a mirarme otra vez. Entonces lentamente empiezo a sentir familiaridad con el tenue reflejo del espejo, reconozco algunos rasgos de mi rostro pero no como fui, sino como soy ahora, el fantasma de mi misma.

Las Mulatas de Fuego


Caminar por el puerto de Orinoquia y mezclarse entre la gente, incluso antes de que salga el sol, es una experiencia de infinita belleza para cualquier mortal, sólo se necesita una cosa: estar dispuesto a compartir y celebrar lo que traiga la marea, una tarea que aunque lo parezca no es tan fácil de cumplir pues exige entregarnos a la maestría de dejarse llevar y eso es algo que demanda un particular espíritu que incluye esa soltura que imprime un cierto aire de a mí qué me importa, con el que nunca nos tomamos nada demasiado en serio. Para todos los que hacen vida en el puerto de Orinoquia, hay algo casi contagioso que marca el latido de su existencia: el ritmo con el que suceden las cosas. Todo pasa en un instante, en un tempo. Es como si la cotidianidad estuviera marcada por un son que invita a bailar, a desatarse, a vibrar.

Quizás se deba a que en este lugar todo se mueve: el agua, los barcos, el viento, la gente, porque en Orinoquia todo respira. Este puerto tiene la chispa de poner en claro que la vida se trata justo de eso, de respirar y mientras más hondo mejor.
Otra de las cosas maravillosas, que hacen de Orinoquia un lugar único, es su manera de envolver a quien lo visite y ni hablar de aquellos que lo habitan, todos sin excepción quedan sumergidos en ese torbellino de colores, olores y musicalidad, que despliegan cinco hermosas hermanas, mejor conocidas como las mulatas de fuego, y constantemente renuevan el puerto con su energía, mientras atienden sus muy pintorescos tarantines, hechos de palos de madera, hojas de palma y retazos de trapos de infinitos matices. Ellas son un punto y aparte y van a su aire desprendiendo ese rico aroma a coco, con el que impregnan todo el lugar. Llevan la piel lustrosa, de color chocolate tan hermosa y brillante que a más de uno se les ha resbalado inútilmente el deseo de perderse en ellas.

Cuenta la gente de por aquí que son las hijas del río y la verdad es que hasta donde da la memoria, son las únicas mujeres que han estado en el puerto desde siempre. Ellas tienen a Orinoquia en la sangre, son puro movimiento, puro bamboleo, como si llevaran las olas del río por dentro. Esto sin duda, ayuda a más de uno a saciar la curiosidad por saber de dónde les viene ese fantástico ritmo que tienen al caminar. Quienes las miran quedan extasiados con ese tumbao ardiente, que chisporrotea como el fuego y por un buen rato se contagian de esa alegría dulce como el río, les crecen las ganas, les sonríe la vida hasta que ven naufragar sus más íntimas tristezas.

En Orinoquia nunca falta una tarde ociosa en la que los ancianos se sientan en el muelle para hablar con uno que otro recién llegado, esos viajeros que se bajan de sus barcos para quedarse un buen rato parados con las rodillas dobladas, urgidos de anclar sus cuerpos a tierra, intentando parar su agitado balanceo. No importa de qué parte del mundo vengan; sea del norte, sur, este u oeste, pues todos siguen el son del río y quedan embrujados cuando tienen las suerte de presenciar cómo el viento juega con las coloridas faldas que abrazan las magníficas caderas de aquellas mulatas que adornan el lugar. Todos los que llegan saludan a los viejos con simpatía y no pasa ni un segundo sin que pregunten por ellas, entonces ellos sonríen y muy a menudo les advierten, con la autoridad que les dan los años vividos, que desde que el puerto es puerto las mulatas de fuego han estado en Orinoquia, vendiendo todo lo que se pueda comprar, desde pescado, hierbas, tónicos, infusiones, caramelos, incluso telas, cremas, perfumes y hasta se cuentan entre sus mercancías las almas de algunos inocentes, que por error o por capricho, se quedaron sin rumbo.

Los recién llegados o viajeros como los llama la gente del puerto se limitan a sonreír sin la menor malicia, quizás pensando en que esa tontería que acaban de escuchar, son cosas de viejos y nada más.
Lo cierto es que una tarde llegó al puerto de Orinoquia un velero que por su gran tamaño requería de un capitán diestro capaz de atracarlo en el único espacio disponible que habían dejado los marinos que capitaneaban los buques de carga.

La gente se percató de su destreza y en silencio se dedicaron a pasar la última hora del día viéndolo arribar. Era magistral la forma en que este hombre lanzaba dos cabos, mientras aproximaba con una absoluta precisión sin dejar de luchar contra la deriva de la corriente, bajó rápidamente las velas antes de que el viento empezara a soplar de barlovento, y le hiciera la tarea todavía más difícil.
Finalmente aseguró su velero a puerto, se colgó una cesta del pecho y se bajó.
Era un hombre joven muy curtido por el sol, bastante alto para el tamaño promedio de los que habitan en el puerto de Orinoquia, de contextura delgada o más bien atlética y dejaba claro que no tenía la menor intención de soltar esa sonrisa inmensa con la que conquistaba a primera vista.

Sólo le bastó un salto sobre el muelle para sacudirse de encima el cansancio y con el mismo ritmo que distinguía a la gente local, caminó descubriédolo todo con esos increíbles ojos aguamarina que en ese sitio nadie había visto jamás. Todo en este hombre era adorable. Saludaba con el ánimo contento, sin importar quién se le cruzara por el camino. Piropeaba a las viejitas, sorprendía a los niños con simpáticos trucos y repartía sonrisas a diestra y siniestra, como si fueran caramelos que endulzaban el aire un poco semidulce y otro poco semisalado del puerto de Orinoquia.
Orgulloso de todo lo que lo rodeaba llegó al tarantín de las mulatas de fuego, se quitó del pecho la cesta y empezó a recitar el rosario de cosas que necesitaba. Ellas parecían inmunes al imán seductor de este hombre y con la usual cortesía con la que trataban a cualquier cliente que se parara a comprar, empezaron a llenar su cesta.
Las cinco hermanas acostumbradas al ir y venir de cuanto extranjero pasara por allí, lo atendieron sin establecer ningún vínculo, apenas le correspondieron con una escueta conversación, en la que prescindieron de todo lo que les parecía innecesario en cualquier idioma, empezando por los adjetivos y terminando con los artículos. Todo lo que a estas mulatas le sobraba en belleza, les faltaba en elocuencia. Así eran ellas y por alguna razón esta condición multiplicaba todavía más el extraño poder que ejercían sobre los hombres, que no podían dejar de soñar con ellas, incluso desde su primer encuentro.

Juan, el hombre del velero, como tantos otros, había quedado absolutamente perturbado después de conocerlas y no dejaba de recorrer en su memoria los detalles que pudieran descifrarlas, entonces se percató de que todos sus intentos por acercarse a las cinco hermanas de fuego, habían sido una completa pérdida de tiempo, para ellas él era completamente invisible.

Juan no sabía darse por vencido, al día siguiente se despertó con un nuevo norte, un claro propósito de vida, enamorar a la menor de las hermanas. A la que había oído llamar Marina, una jovencita de unos veintitantos, que había logrado conseguir en un segundo lo que otras tantas no habían conseguido nunca, cautivar su corazón.
Desde que vio a esta muchacha en el tarantín, ordenando las cosas dejadas por sus hermanas se hizo adicto a la sensación de caída, que le producía su recuerdo.
Toda la belleza que ese ser emanaba se podía reducir a una sensación embriagante, muy parecida al estar arropado por una suavidad infinitamente cóncava, y en el momento en que la sintió supo que siempre la había deseado.

En lo que concientizó lo que estaba sintiendo algo le explotó en el pecho y se le impuso una urgencia por correr, por llevarse de allí sus locos deseos lo más rápido posible, pero se dio cuenta de que nada en él podía obedecer la simple orden que su cordura le pedía a gritos.
Se quedó inmóvil, pensando en la mulata, en Marina y en ese momento entendió que ante algo así sólo quedaba una cosa, entregarse a su propio destino, sin pelear. Se resignó entonces a vivir lo que tuviera que vivir, sin medir las consecuencias. Tenía la suficiente sabiduría para aceptar que eso era justo lo que le había traído la marea, aquella tarde, cuando atracó en el puerto, justo antes de que cayera la noche.

Al día siguiente se levantó muy temprano, volvió al tarantín y con una sonrisa que derretiría a cualquiera, saludó a Marina, la llamó por su nombre e hizo todo lo posible para atraparla en una conversación. Quería contarle tantas cosas… Quería decirle cómo era el otro lado del mundo; los manjares que había probado, la música que había bailado, la gente que había abrazado. Tenía que hablarle de las solitarias batallas que enfrentó mar a dentro y cómo había escapado más de una vez de la furia de las olas, necesitaba convencerla de su heroicidad, explicarle todo lo que se había esforzado para mantener la cordura en aquellas travesías imposibles, en que ni la muerte se atrevió a acompañarlo y confesarle que con sólo conocerla y pronunciar su nombre había sido suficiente para perder la razón.
Marina por primera vez lo miró largo y para sorpresa de Juan, ella ni siquiera se molestó en contestarle. Sin cruzar una palabra lo dejó plantado, mientras que salía del tarantín, apurando el paso y perdiéndose entre la gente. Juan se sintió como el perfecto idiota y lo que más le dolía era su incapacidad para entender la facilidad con que esa chiquilla lo había hecho trizas.

Una voz ronca, casi aterciopelada lo sacó de su frustración. Era Coral la mayor de las mulatas de fuego. Se le acercó más allá de lo que el decoro permite, le ofreció una cálida sonrisa y sin más preámbulos le dijo casi en tono de advertencia,

Ella no es pa’ ti. No te involucres… No cambies tu destino.

Lo peor de todo es que cada célula en él lo sabía, pero había algo en esa muchacha que no lo dejaba seguir adelante, que lo retenía.

Era la primera vez en toda su vida que no jugaba el papel de cazador porque esta chiquilla se le adelantó y ya lo había cazado. Salió rápidamente del bullicio del puerto y empezó a poner sus ideas en orden. Sabía que lo mejor que podía hacer era irse de allí. La obediencia, después de todo, rinde sus frutos. Se tropezó con una que otra turista que le sonreía, mientras él caminaba distraído recorriendo el interminable muelle que lo llevaría sin remedio a su velero, y sin poder dejar de pensar en voz alta, se decía a sí mismo

Necesito sacármela del cuerpo, seguir mi camino.

Marina… Marina… susurraba su nombre...

Eres como el olor del agua de río que nunca se quita.

Un chapoteo lo sacó de su melancólico trance, alzó la vista sobre el horizonte y por gracia de Dios o quizás del diablo fue testigo de un espectáculo que lo cambiaría para siempre. Allí, a unos cuantos metros de distancia, estaba Marina nadando entre lo que en principio le pareció unas inmensas colas de pescado. Discretamente se acercó un poco más y sin poder creer lo que estaba viendo, se quedó hipnotizado cuando en el agua vio una fiesta de toninas, que tímidamente jugaban con ella. Sacaban sus aletas, sacudían el agua con sus colas y envolvian a Marina con la gracia de sus arqueados cuerpos.

Se quedó un buen rato contemplándola, celebrando aquella fiesta y decidido a llegar donde tuviera que llegar, Juan empezó a quitarse primero los zapatos y después la franela, se paró en el borde del muelle y se zambulló entregándose al río, sabiendo que desde ese momento no había manera de encontrar el camino de regreso.

Marina se acercó despacio y por primera vez lo miró con ganas, mientras lo hundía suavemente en el agua, enrollándose en su cuerpo. La sensación era indescriptiblemente intensa, grandiosa. Sabía que nunca más sería el mismo, pero también sabía que si por algo había valido la pena vivir era justamente por ese momento. Su suerte ya estaba echada.

Pasaron los meses en el puerto de Orinoquia, marcado por ese ir y venir del tiempo, de la gente, de las olas. Todo seguía latiendo y el pueblo entero estaba entusiasmadísimo porque ya había llegado la época de celebrar la feria del pavón, un fiestón en el que todos cantaban, bailaban y preparaban ese sabroso pescado de río, en hojas de plátano y no había mortal que se quedara con las ganas de chuparse los dedos.

Las mulatas de fuego, como todos los años, se sumaron a la fiesta, pero algo había cambiado en el puerto de Orinoquia. Desde hacía poco tiempo las mulatas de fuego ya no eran cinco. Ahora tenían un nuevo miembro en la familia y todas estaban enloquecidas, babeadas con una pequeña mulatica.

Desde el día en que nació , Marina como si se tratase de un ritual, la lleva todas las tardes a la orilla del río y la pequeña en lo que siente el chapoteo del agua rompe a llorar.
Cuentan los viejitos del puerto que en lo que se escucha el llanto, aparece un hermoso tonino, para robarle las dulces lágrimas que brotan de sus extraños ojitos aguamarina

La Casi-Casi

Las seis de la tarde siempre ha tenido un especial significado; es la hora conflictiva, la ruptura entre dos mundos, la inevitable derrota que lucha con toda su intensidad en el inútil intento de no morir. Cuántas veces no la hemos visto lanzar desesperados rojos, naranjas, magentas mientras que la noche con la determinación de una guerrera, la va devorando, apagándola por completo, antes de instalar su dominante oscuridad, y proclamarse vencedora. Algunos dicen que esta hora es muy peligrosa porque hace que las cosas parezcan lo que no son.


Quizás esa fue la razón que indujo a Nieves a escoger ese momento para esparcir las cenizas de un fuego que todavía le ardía por dentro y declararse oficialmente viuda. Seis de la tarde, la hora más íntima del día, en el silencio ensordecedor de aquella extraordinaria sabana, llano adentro, que le resultaba tan inmenso como su pena. - Nieves, Nieves no llores más, se decía a sí misma tratando de atenuar el dolor que la inundaba por dentro. Fue su hora negra, la más difícil, la hora del adiós y así terminó la tarde más triste de su vida.


Otro horizonte, el mismo día pero treinta años antes el escenario que ofrecía Europa después de la segunda guerra era completamente devastador, le encogía el corazón hasta al más plantado, había hambre, miseria, enfermedades y la mayoría de los países estaban en bancarrota e Italia no fue la excepción. La ruina económica causó más daño que las propias bombas y la gente no veía salida, casi todos se sentían perdidos ante una de las experiencias más telúricas que el hombre pueda vivir: la guerra.


Estas fueron las circunstancias en las que Laura se hizo mujer, una joven de unos veinticinco años, dueña de una belleza tan extraordinaria, que ni el hambre ni la miseria pudieron dejar huella. Tenía unos peligrosísimos ojos verdes, un cabello intensamente negro, que le enredaba la mente a cualquiera. Su piel impecablemente blanca asomaba la picardía de un lunar que casi le mordía el labio, pero lo que la hacía todavía más hermosa era su determinación, hacía tiempo le había perdido el respeto al miedo y eso se notaba con solo mirarla. La única cosa que mantenía esta hermosura en pie era la ilusión de viajar a un país nuevo, fresco, donde todo estuviera por suceder, tanto lo deseó que un día una amiga de su madre comentaba en la cocina de la casa, que en Venezuela están visando gente dispuesta a trabajar, a Laura se le encendieron los ojitos y sin perder tiempo hizo todo lo que le pidieron, llenó infinidad de papeles, se vacunó, empacó sus cosas y se largó.


La emoción de llegar a Venezuela para la mayoría de los extranjeros solo era comparable con la sensación de una montaña rusa. El barco llegó de noche y todos los pasajeros lo supieron al distinguir las pequeñas lucecitas que parecían estar incrustadas en la montaña. Todos estaban emocionados ante la belleza que tenían frente a sus ojos. Unos hablaban de que así era el norte de Italia, otros las comparaban con un nacimiento, y a la gran mayoría les recordaban los Alpes, pero la decepción les fue llegando a cada uno de ellos en la medida en que se revelaba el día. Entonces se dieron cuenta que esas lucecitas no eran otra cosa que los bombillos desnudos de unas casitas horribles, bastante mal hechas construidas en el borde de la montaña desafiando la gravedad y otras leyes, pero lo peor de todo fue sentir que la miseria de la que habían escapado con tanto apuro los había vuelto a alcanzar. Más de uno comentó con tristeza:


- ¿A dónde hemos venido a parar?


Ese sentimiento les duró muy poco, en lo que hicieron aduana y salieron para Caracas en los autobuses que el gobierno de Pérez Jiménez había dispuesto para ellos, se dieron cuenta que un país que tenga una autopista tan moderna como la que los conducía a la capital debe ser muy rico, se perdieron en el paisaje pensando que las cosas no podían ir tan mal y volvieron a respirar. Laura estaba extasiada disfrutando los nuevos aires de cambio. No dejaba de parlotear en el autobús con un joven del ejército, que estaba encantado con ella y se esmeraba en enseñarle algunas palabritas en español. En este país se siente un fuerte olor a futuro, pensaba ella, mientras seguía gozando de todo lo que le ofrecía su nueva tierra.


A pesar del tiempo transcurrido a Nieves no se le secaban las lágrimas, siguió llorando el amor de su vida mientras se preguntaba si en toda pérdida hay una gran liberación, qué ha pasado con la suya, y después de estar mes tras mes vestida con sus mejores galas, esperando a la dichosa liberación, no dejaba de pensar qué la habrá retrasado tanto Así que después de pasar casi un año entregada a los rezos, los santos y las velas, esperando que ellos hicieran el milagrito, decidió ser ella misma quien exorcizara esa tristeza y tomar las riendas de su propia tragedia hasta ponerle un punto final.


Así pudo enfrentar todo lo que en este tiempo estuvo evitando: aceptar que ya no tenía dinero. Condición difícil para una mujer que en asuntos económicos mucho nunca fue suficiente. La lista de las cosas que se perdieron por malos negocios fue interminable. Lo peor de todo es que él nunca le dio una señal. Si por lo menos hubiera tenido la decencia de morirse de un infarto o de un ataque de pánico, ella más o menos hubiera intuido que las cosas en los negocios no iban muy bien, entonces jamás se le hubiese ocurrido tomarse la licencia poética de llorarlo por casi un año. Se murió por un accidente y como todo accidente el suyo también fue arbitrario, absurdo y devastador, se murió con un trozo de carne atragantado en la garganta, mientras disfrutaba de una animada parrilla en el hato que recién habían perdido hacía dos días y pensaba perdimos el hato, porque a estas alturas todavía le resulta imposible desprenderse del plural. El sentimiento que le produjo saberse en bancarrota fue tan terrible, como la infinita soledad que se instaló en su vida para quedarse.


Pasaron unos cuantos años antes de que a Laura se le despertara el hambre por el dinero. Había empezado a defenderse económicamente en este nuevo país llamado Venezuela, que no le era difícil sentirlo como suyo. Trabajaba de niñera en la casa de una familia muy pudiente ubicada en el Paraíso, una urbanización espléndida en la que además de sembrar exuberantes palmas, los dueños habían plantado tremendos caserones.


Allí empezó a declararle la guerra el gusanito de la ambición, aunque Laura ganaba bastante bien para ella no era suficiente, ni siquiera le importaba que el trabajo le resultara cómodo, pues sólo tenía que cuidar a un encanto de niña de unos seis años, que además estaba muy bien educada y era el tesoro de la familia; cuando no se la peleaban los tíos, se la quitaban los abuelos, esa era la principal razón por la que Laura tenía tanto tiempo libre y lo destinaba a pensar en cuál podría ser la mejor manera de hacer dinero rápido, esa era su única urgencia. Laura salió un domingo a tomar café con unas paisanas y se enteró que había un lugar muy lejano, llamado La Paragua donde podía levantar una fortuna de la noche a la mañana. Laura estaba embelesada con lo que acababa de escuchar, era justo lo que había estado buscando desde el día en que llegó. Usó el tiempo libre del que disponía para ir a la biblioteca y leer todo lo que los libros podían decirle de ese lugar. No encontró mucho, a duras penas su ubicación geográfica y el resto se lo preguntó a su amiga, quien le dijo exactamente lo que ella quería escuchar


-Es un pueblo minero, te vas para allá unos meses, el tiempo justo para hacer dinero y regresarte con los bolsillos llenos de oro. Nadie se va a enterar de cómo lo conseguiste y con ese porte que Dios te dio bambina te va a ir muy bien, ya lo verás. A la semana siguiente Laura ya estaba montada en la avioneta que la llevaría al lugar que cambiaría su suerte.


Nieves nunca se imaginó lo que vendría después de recibir una insólita llamada telefónica, en la que le informaban que era la propietaria de una avioneta Cessna monomotor 206 y lo único que le exigían era sacarla lo antes posible del hangar que estaba ocupando en Ciudad Bolívar. Los antiguos dueños necesitaban el espacio.


Nieves no salía de su asombro mientras colgaba el teléfono. Llamó enseguida al socio de Carlos, su difunto esposo, y le preguntó si sabía algo de una avioneta, él no dejó que terminara la pregunta y le contestó:


-¡Claro! Esa avioneta se la dieron a Carlos como pago por un ganado que vendió en el hato y quería dártela en tu cumpleaños.


Nieves tuvo que admitir que Carlos incluso después de muerto, seguía sorprendiéndola. Se entregó por completo a su nueva tarea, nunca esperó que algo así le devolviera el aliento, y la hiciera sentir tan contenta, estaba encantada con su nuevo proyecto, al que le puso todo el corazón y después de muchas llamadas finalmente encontró en el aeroclub Caracas al piloto que le habían recomendado. Una semana más tarde salieron el piloto y Nieves rumbo a Ciudad Bolívar, a buscar su inesperado regalo de cumpleaños.


No tardó en descubrir lo que Carlos supo desde siempre, que volar era su vida. La única cosa en el mundo que no podía dejar de hacer. La sensación de treparse por las nubes, sólo podía ser superada por una noche de amor, pero eso era algo que estaba muy lejos de ella en ese instante, así que por los momentos, se conformó con aprender a volar.


Cada vez entendía con más claridad que el arte está cerca del cielo, cuánta razón tienen los ángeles pensaba ella. De hecho su vida volvió a comenzar el mismo instante en que gritó libre antes de encender el motor y hacer girar la hélice. Qué bonito eso, qué alegórico pensaba para sí, adoraba gritar fuerte y claro aquella palabra tan hermosa: libre, antes de girar la llave y encender el avión. En la práctica la idea es avisarle a cualquier transeúnte despistado, que hay un avión a punto de hacer girar su hélice y evitar de esa manera que alguien quede rebanado. Para Nieves era mucho más que un alerta, era un mantra que se repetía una y otra vez que con solo pensarlo le salían alas.


Las difíciles circunstancias que Nieves estaba atravesando la obligaron a volar para La Paragua, un lejano lugar situado entre ciudad Bolívar y Canaima, ella sabía que era un pueblo minero sin ley, solo entran aviones pequeños, porque es un sitio tan extremo para aterrizar, que sólo los pilotos locos o los muy necesitados son los que van para allá, por una sencilla razón no existe aeropuerto alguno. La Paragua sólo tiene una calle que ni siquiera conoce el asfalto, es de tierra y para hacerlo todavía más interesante tiene quioscos instalados de lado a lado, entre los que hay una barbería, una casa de empeño, una bodega y una tienda de licores. Allí se pelean el espacio las gallinas, los perros, la gente que monta motocicleta con casi toda su familia abordo y por supuesto los aviones, que tienen por norma hacer un vuelo rasante antes de intentar aterrizar, lo que quiere decir en cristiano volar lo más bajito posible para espantar cuanto obstáculo exista, despejar el área y después de encomendarse a todos los santos poder aterrizar.


Es un trabajo duro que exige muchísima experiencia, porque además el avión va pesadísimo debido a la carga que lleva: dos tambores de combustible completamente llenos, equipos de minería y algunas cajas de enlatados. La razón por la que lo pagan tan bien es que en La Paragua todo lo compran a precio de oro, sobre todo el combustible. El único requisito es que el piloto tenga muchísima experiencia volando, y desarrolle la malicia que se necesita para aterrizar un avión donde no hay un aeropuerto.


Aunque Nieves no cumplía con esta última condición, apenas comenzaba a volar sola, no dejó que ese detalle acabara con su única fuente de ingresos. Contuvo la respiración y mientras se repetía una y otra vez: tengo que poder, tengo que poder, exigiéndole al motor todo lo que daba, bajó la nariz del avión e hizo un vuelo rasante limpio, espantando todo lo que encontró en su camino. Entonces, se dio cuenta de que las alas del avión apenas cabían por la estrechísima calle que estaba sobrevolando, apretó los dientes hasta hacerlos chirriar, porque sabía que el exceso de velocidad que llevaba, no le perdonaría el más mínimo contacto con la infinidad de cosas que tenía que esquivar.


Para Laura no fue nada fácil transitar la vía que la llevaría hasta La Paragua, atravesar el Atlántico había sido mucho más gentil; sin embargo tantas horas brincando por esos malos caminos, muy lejos de amedrentarla, le sirvieron para invocar a la guerrera que la había acompañado siempre.


Después de más de dos días de viaje, finalmente llegó cuando apenas empezaba a caer la noche. No entendía la manera en cómo esa tierra sudaba. Nada de lo que había visto en esta vida le sirvió para defenderse de un lugar como ese, todo a su alrededor era muerte y devastación, aunque Laura había vivido una guerra esto era completamente distinto; la tristeza que envolvía a La Paragua se sentía totalmente diferente a la que había dejado años atrás en su pueblo cerca de Padua en Italia. A lo lejos Laura distinguió un tumulto de personas y no tardó mucho en darse cuenta que había llegado en el peor momento, pues toda la gente del pueblo estaba en un entierro. Caminó por el único paso que tenía La Paragua, y digo paso porque otros sinónimos como caminos, carreteras, calles o rúas simplemente no existían en ese lugar. Laura no había dado ni diez pasos cuando se cruzó con un hombre de edad indefinida, muy curtido por el sol. Era fácil ver que la gente en ese lugar envejecía prematuramente, todo en el trópico es así, pensó Laura, se pudre rapidito y en ese momento supo que tenía que cumplir su propósito muy pronto, para salir de allí antes de que ella también terminara devorada por ese lugar. Saludó al hombre y siguió caminando, pero Laura no se le pudo escapar tan fácil


-Mi nombre es Juan señorita, ¿qué la trae por aquí?


Ella sin saber qué decirle y tartamudeando un poco le contestó:


-negocios


Sin esperar respuesta siguió caminando, Juan la alcanzó de nuevo y le comentó:


-acaban de enterrar a Doña Flor, una mujer que le había hecho la vida más bonita a más de uno en su paso por este pueblo olvidao por Dios, ¿sabe? Cómo la vamos a extrañar. Fue la más hermosa Madame que se vio por aquí. Yo no sé que van hacer sus niñas, como ella las llamaba, les va hacé mucha falta


Laura le brindó una tierna sonrisa, apuró el paso para hablar con una de las niñas de La Paragua y preguntarle dónde podía pasar la noche, con nosotras se apuró a decirle Cruz quien además la ayudó con la maleta y en nada Laura estaba acostada en el catre del cuartico del fondo.


La claridad del día tenía un efecto devastador sobre ese lugar, pero Laura no podía desperdiciar el tiempo pensando en esas pequeñeces, había conversado con las muchachas de Doña Flor, quienes la habían invitado a quedarse en la casa de la Madame, obviamente la estaban ensalzando, pero Laura muy lejos de molestarse quedó muy agradecida y salió de la casa a explorar el lugar. En la puerta la estaba esperando el mismo hombre que la había interceptado la noche en la que llegó, se le paró y le extendió la mano


-Soy Juan señorita ¿se acuerda de mí, verdá?. Nunca había visto a una mujé tan bella como usté, ¿sabe?.


Laura le agradeció el piropo con un bonito gesto y cuando iba a seguir su camino, el hombre se le paró enfrente, sacó de un bolso un frasco de mayonesa repleto de piedritas muy brillantes y se lo mostró .


-Si usté pasa una semana conmigo todo lo que ve aquí será suyo


Laura no podía creer su suerte, solo le bastó un instante para que le empezara a hervir la sensación afrodisíaca que le daba el brillo del diamante. Era casi incontable la fortuna que contenía ese frasco sucio. Sólo tenía que sacrificar una semana de su vida, aunque sabía que por esa fortuna sería capaz de dar mucho más. Había pasado el tiempo acordado y Laura cumplió su parte. Juan la acompañó de vuelta hasta La Paragua y cuando finalmente llegaron Juan comenzó a bordearla, a jalarla, a bailarla y sin quitársele de encima la abrazó, la besó y se despidió. Laura al ver que se alejaba, le gritó con toda su alma


-¿Juan y mi paga?


El se devolvió corriendo, la alcanzó muy sonriente y le preguntó ¿Por qué una mujé nunca sabe lo que lleva en la cartera? Ella no tuvo más remedio que reírse cuando revisó su bolso y vio el tan deseado frasco de mayonesa cargado de piedritas brillantes y tuvo que reconocer que Juan tenía una habilidad única con las manos, hasta le pareció un mago. Laura lo vio partir y fue al tarantín donde le compraban los diamantes a los mineros de por allí, era algo así como la casa de cambio de La Paragua, se acercó con un pasito alegre, mientras decidía qué parte del mundo le gustaría visitar. Regresar a Italia era una opción, pero no la que más le sonreía; entonces pensó en algo más cerca, en Río de Janeiro; sin ninguna duda ese era el lugar, le encantaba el ritmo y el color de los brasileros. Llegó al tarantín sacó muy discretamente sólo unas pocas piedritas del frasco, a duras penas lo que le alcanzaría para pagar el regreso a Caracas en avioneta, ni loca volvía a recorrer ese espantoso camino de tierra en otra cosa, y con mucho apuro saludó al señor que muy amablemente se apresuró por atenderla


- Déjeme ver que me trae usté hoy, le decía mientras estiraba la mano. Laura dejó caer las piedritas con la emoción encajada en el rostro. Él se fue adentro, se ubicó detrás de las cortinas y no tardó nada, regresó inmediatamente con la cara muy seria y le dijo:


- Estas piedras no valen nada Muñeca, se llaman casi-casi, porque engañan a cualquiera, cuando están mojadas brillan igual que un diamante, pero en lo que se secan, pasan a ser unas piedras ordinarias, sin ningún valor. Las tuyas están untadas de parafina y el que no sabe es como el que no ve, ¿verdá? - No te apures que otra vez será


Laura salió de allí gritando, llorando y pateando, las niñas de la Madame corrieron a socorrerla, pero no había nadie en este mundo que la pudiera calmar y con los ojos encendidos, llenos de rabia juró que se vengaría, juró una y otra vez que ese hombre pagaría la burla que le había hecho, con su propia vida. Así fue como Laura se quedó en La Paragua, desde ese terrible evento todo el mundo la llamó La Casi-Casi y en muy poco tiempo ocupó el puesto de La Madame.


Nieves se sentía eufórica desde el momento en que recibió un buen dinero como pago por el exigente vuelo que acababa de hacer, no solo estaba orgullosa por el trabajo sino por el coraje que requería llegar hasta allí. Mientras que los mineros terminaban de descargar las cosas del avión, aprovechó para explorar un poco el lugar y buscar un baño. No tuvo que caminar mucho, sólo una cuadra para encontrar una casa llena de mujeres, todas ellas muy arregladas si consideramos la hora, y sobre todo el calor que sudaba aquél lugar. Ellas reían a carcajadas y en lo que la vieron parada en la puerta, se pusieron a la orden sin dejar de batir sus abanicos, Nieves se limitó a saludarlas con una voz muy tímida y les rogó que le permitieran usar el baño, ellas con mucha amabilidad se lo cedieron. Nieves se refrescó un poco. Se amarró el cabello con una cola de caballo y al salir vio a una mujer de unos setenta años, todavía guapa, que la invitó a tomar un refresco de melón. La cosa más rica que alguien le haya podido brindar a su paladar sediento no sólo por el calor, sino por la adrenalina que había drenado su cuerpo en el momento de aterrizar.


Nieves disfrutaba de ese merecido receso y no podía dejar de pensar en las razones qué pudieron llevar a esa bellísima mujer hasta ese pueblo perdido, sería tal vez la misma emboscada que ella también sufrió y por eso, ese cruce de caminos. Entonces cayó en cuenta que esa era la casa de las putas de La Paragua. La Casi-Casi como la llamaban el resto de las chicas le preguntó con quién había llegado y con todo el orgullo que era capaz de sentir, Nieves le aclaró que ella era el piloto del avión. Habían muy pocas cosas que tuvieran la capacidad de sorprender a La Casi-Casi, pero sin duda ésta fue una de ellas, porque no paraba de batir frenéticamente su abanico mientras le decía -Cara mía pero con esa piel tan linda y ese culo que tu tiene va a está jugándote la vida así. Quédate conmigo aquí que yo te cuido y te pago bien. ¿Cómo e´ que tú te llama? -Nieves le respondió aguantándose la risa por esa inesperada y no menos halagadora oferta de trabajo.


Se despidió de las chicas correspondiendo de la mejor manera a sus efusivas muestras de cariño y se encaminó al avión que a estas alturas debería estar completamente descargado, listo para partir, apenas tenía veinte minutos para salir de La Paragua si quería dormir en Ciudad Bolívar, apuró el paso y no supo en qué momento la interceptó un hombre que salió de la nada, de bastante mal aspecto, le faltaba uno que otro diente, el color de su piel era gris y olía a ron del malo. Le jaló el bolso, luego la agarró por el brazo y bien pegado a ella el hombre le dijo:


-Yo soy Juan señora y no me puedo quedá aquí, los compañeros por allá me dicen que tu eres la piloto de ese avión. Yo pago bien, sabe. Se metió la mano en el bolsillo y le mostró una piedra que destellaba como un diamante. Lo extendió en su mano y le preguntó -¿Esto será suficiente pá llegame a Bolívar?


A Nieves la invadió un pánico tremendo de sólo imaginarse íngrima y sola en el avión con él. Sin duda el hombre parecía desesperado, ¿habrá matado a alguien? se preguntaba ella. Tenía que hallar una manera de quitárselo de encima y lo único que se le ocurrió fue inventar que la ayudara a recoger unos bidones que se le habían quedado en la bodega, así le daría tiempo de chequear el avión y salir. El hombre insistió en pagarle con la piedrita por adelantado, estaba realmente inquieto, muy nervioso y Nieves se negó diciéndole que cuando llegaran a Bolívar con gusto aceptaría el pago.


Corrió al avión y despegó sin esperarlo, cuando viró para tomar el rumbo, lo vio caer de rodillas en la calle, un grito sordo, inaudible le salía de las entrañas, entonces Nieves hizo lo que cualquier cristiana haría por un alma en ese estado de desesperación: rezó por él


Durante el vuelo disfrutó la aventura que acababa de vivir, se reía sola recordando la insólita oferta de La Casi-Casi, que por esas cosas de la vida le llegó en el mejor momento, justo cuando se sentía sexualmente acabada. Hasta se sintió con ganas de arreglarse un poco y ponerse bonita, acercó el bolso que con el apuro del despegue lo tiró en el puesto de atrás, metió la mano a ciegas buscando su estuche de maquillaje, cuando sus dedos tropezaron con un frasco, extrañada volteó y vio que no era su bolso, sacó el frasco y el asombro fue total al ver que se trataba de un frasco de mayonesa lleno de diamantes. Era inmensamente rica, como no lo había sido nunca, pero qué hacía ese extraño bolso en el puesto de atrás, quién lo puso allí, entonces revivió la escena del hombre jalándola, pegándose a ella y luego lo recordó gritando de rodillas, halándose los pocos pelos que le quedaban, en el medio de la única calle que conoce la Paragua. Allí entendió que la vida tiene su particular manera de jugar con cada uno de nosotros, por alguna razón el destino le había quitado el piso a ese infeliz, para dárselo a ella.


La Casi-Casi se asomó por la puerta ante los gritos de aquél puerco, corrió a buscar su arma y con el tono seco, propio de un verdugo le ordenó:


-Párate infeliz y muere como un hombre


Juan se enrolló como una culebra, protegiéndose de ella y La Casi-Casi le disparó sin clemencia, disparaba y recargaba para volver a recargar y disparar una y otra vez. Cada bala proyectaba su furia encendida en fuego. Las malas lenguas dicen que lo dejó como un colador. Apenas si quedó cuerpo para enterrarlo.


Nadie volvió a ver a La Casi-Casi, la gente de La Paragua dice que acompañó al infeliz al otro lado solo para abrirle las puertas del infierno.
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita