La Cueva de la Diosa


A Jimmy, mi pájaro azul…



Adoro los días húmedos y lluviosos, en los que el aire se carga de ese intenso rocío, que a mí me huele a hembra y desde el cuaderno de la memoria me trae el recuerdo de su presencia. Nada mejor en este mundo que perderme en sus dominios, por eso cuando me sorprende el añorado momento en que la tierra se moja y despliega sus aromas, ella viene a mí en cada gota de lluvia y de nuevo me voltea la vida. Entonces respiro profundo, constatándola pues con solo inhalar las humedades del aire la siento y en ese momento me reconozco a mí mismo pleno, pero cómo no serlo, cómo dejar de reinventarla una y otra vez en mi memoria, si ella me dio el tesoro más grande que se le puede dar a un hombre: el camino a la inmortalidad.

¿Qué se confabuló para que yo entrara en los capítulos de una historia que ni siquiera me pertenecía? ¿Por qué me permitió izar mi bandera en un terreno prohibido, que hasta ese momento había sido el templo de los dioses? Nunca lo sabré con certeza, pero intuyo que fue una fuerza mayor la que me llevó hasta allí.

Todo empezó cuando acepté acompañar a unos amigos a un lugar excepcional casi onírico ubicado en el sur de mi país: Venezuela, para entonces era una región encantada, absolutamente virgen. Se podría contar con los dedos de una mano las personas que habíamos tenido el privilegio de estar en ese territorio, y aunque volábamos bastante cerca de Puerto Ayacucho nos sorprendió las grandes extensiones de tierra que nunca antes habían sido exploradas, era imposible no sentirse profundamente conmovido ante el sublime contraste del paisaje. Recuerdo que ninguno de nosotros se atrevió a romper el silencio que provocaba la sensación de estar entrando a un mundo anterior a nosotros, por lo que no me sorprendió escuchar a Francisco decir:

-¡Ajusten los relojes a más de mil millones de años!

Me llamó la atención el hecho de que sin poder explicarlo, teníamos la certeza de que estábamos sobre un territorio sagrado y siguiendo mi voz interior invoqué a los Dioses, les pedí permiso para estar allí y como si fuera un sortilegio la bruma que había tejido un delicado velo cubriendo la misteriosa selva se abrió ante nosotros de una manera tan definitiva que ni la imaginación más fértil hubiera podido recrear un momento como ese, y por primera vez en mi vida sentí que el lenguaje no me alcanzaba para encontrar una palabra que describiera las dimensiones de ese espectáculo.
A estas alturas ya no nos interesaba el rumbo que debíamos mantener y como si la avioneta estuviera siendo atraída por un imán, nos dejamos llevar unas cuantas millas sin corregir la deriva. Volamos unos diez minutos hasta que de pronto se reveló frente a nosotros algo que parecía pertenecer a otro mundo, se trataba de un Tepuy que sin ninguna razón se alzaba interrumpiendo la espesura del paisaje, como si lo hubieran incrustado en plena selva por algún capricho de orden divino, tuvo que haber sido eso porque no había otra manera de justificar lo que hacía allí aquella impresionante escultura viviente. Quedamos impactados al ver ese monumento de piedra calisa, que parecía el gigantesco tronco de un árbol que alguna vez fue cortado y de sus frutos se había originado el principio de algo. Más abajo, justo a sus pies, como un espejo de agua serpenteaba el río que sobresalía entre la exuberante selva, recuerdo el muy elocuente gesto de Aníbal agarrándose la cabeza, intentando acentuar la visión que ya empezaba a perturbarlo, mientras nos gritaba con la voz casi quebrada:

-Señores lo que tienen frente a sus ojos es Autana, la montaña sagrada.

Todos mis amigos se quedaron paralizados ante la visión que ofrecía aquella montaña, pero lo que se reveló ante mí conmocionó todo mi interior, lo que tenía frente a mis ojos estaba lejos de ser una montaña, era más bien una fuerza sublime inalcanzable para cualquier mortal, era una Diosa. No entendí de qué manera, ni por qué me había elegido pero el único que tuvo la gracia de beber de su fuente sin ni siquiera mojarse los labios fui yo.

Lo que viví en ese instante fue extraordinario, tuve la sensación de que mis ojos se hicieron agua cuando se hundieron en la fascinante belleza de su mirada, la recuerdo de un infinito esmeralda, y aunque lucía como humana se desplegaban de sus hombros unas hermosísimas alas, que parecían las de un Quetzal. No sabía qué milagro o conjuro la había traído hasta mí, pero allí estaba ella sonriéndome, me quedé absorto mirándola, completamente quieto, no podía o más bien no quería correr el riesgo de romper la magia, por eso ni me atreví a levantar la cámara fotográfica. Quedé completamente extasiado, o más bien poseído por aquella aparición.
No me di cuenta en qué momento dejamos la montaña porque de regreso, casi llegando al aeropuerto de Puerto Ayacucho, yo seguía percibiendo la intensidad con la que me golpeaban sus aromas, sucumbiendo en el elocuente perfume que emana la tierra fresca, justo en el momento del riego, cuando acaba de llover y sin poder articular una sola palabra supe que ese lugar había cambiado mi vida para siempre.

Esa noche dejé a mis amigos conversando en el comedor del hotel y me fui a dormir, necesitaba estar solo, no entendía muy bien lo que se estaba gestando en mi interior pero le eché toda la culpa al cansancio que ya me estaba venciendo; sentí que mi cuerpo pesaba el doble y sin mucho esfuerzo me quedé dormido. En algún momento de la noche la sentí aparecer, estaba en mis sueños y lo peor de todo fue que no había nada que deseara más en el mundo que volver a encontrarme con ella. La soñé inmensa, rodeándome con la suavidad de sus alas de Quetzal, llamándome por mi nombre y yo enterrándome en ella; sintiéndola como un río que se me subía por los pies, recorriendo mis piernas, humedeciéndome con las traviesas caricias de su lengua, mientras que su aliento se agitaba sobre mí soplándo una brisa cada vez más fuerte, dictando el compás de un ritmo que iba en crescendo, hasta que mi cuerpo no pudo resistir su intensidad y estalló desde adentro, lo siguiente fue completamente inexplicable, vi que sus alas se quemaron y la Diosa empezó a transformarse, hasta quedar reducida a una bella mujer y allí me desperté.
Fue una experiencia abrumadora, acuosa que me llevó de regreso a mi propio génesis, al espiral de la vida, al útero de la madre tierra. Había sido un sueño, pero por alguna razón imposible de entender, mi piel amaneció completamente enlodada y lo más extraño fue que en esa mañana el aire estuvo casi irrespirable, por la intensa fragancia que desprendían los verdores de las hojas cuando las agitaba el viento.

Apenas había pasado un mes de aquella memorable experiencia, pero mi ser todavía seguía inmerso en aquel mundo perdido.
Recuerdo que estaba tranquilo en casa revisando una biografía de Leonardo Da Vinci, en la que aparecían los planos de la primera máquina voladora diseñada por él, me enfoqué en la leyenda del dibujo y algo sobrecogedor me hizo entenderlo todo; esas escasas líneas me dieron la clave de lo que había estado buscando; hablaba de cómo reproducir la máquina que de acuerdo a las leyes matemáticas fuera capaz de volar, pero había algo mucho más importante que me llegó hasta el alma al leer la siguiente estrofa: ”…Se puede decir que la máquina para volar, construida por el hombre, sólo le faltaría la vida del pájaro, la cual podría ser extraída de la propia vida del hombre”
En ese momento entendí el gran acertijo de la Diosa, finalmente supe por qué en el sueño se le habían quemado las alas y lo más importante fue descifrar lo que ella había tratado de decirme con en esa gran metáfora; me estaba pidiendo que entrara en su cueva, y aunque nunca se me hubiese ocurrido una idea tan loca, solo necesité un instante para que las cosas cayeran en su lugar y todo tuviera sentido; ella sería la única montaña y yo el único hombre en atravesarla, por fin había encontrado mi propio destino: una aventura capaz de reinventar nuestra propia historia.

Entrar en la cueva se me volvió una verdadera obsesión, la única manera de hacerlo era con un avión, sabía que tenía que arrancarme las alas para seguir volando, pero exactamente ¿qué significaba eso? La altura del tepuy es de tres mil novecientos cincuenta pies y la cueva está a sólo quinientos pies por debajo de la cima, por lo que empecé a medir mis probabilidades, llamé a mis compañeros y les pedí todas las fotografías de la montaña que pudieran darme y las proyecté en la pared de mi casa, allí fue cuando entendí las dimensiones de la aventura en la que me estaba metiendo. Por primera vez me pregunté si era posible pasar volando a través del estrecho diámetro de sus entrañas. Allí estaba el dilema que sin duda marcaría un gran comienzo para seguir mi aventura, el tamaño de la cueva era tan crítico que lo que antes me había parecido posible, ahora era un suicidio.

Seguí viéndola, estudiándola a través de la fotografía que había proyectado en la pared y como un loco sueño ella empezó a darme vueltas y a convencerme de una sola cosa: continuar hasta el final, pero mis preocupaciones eran muy concretas: ¿Cómo hacerlo sin herirla, sin herirme? ¿Cuántas posibilidades había para que ambos saliéramos ilesos? ¿Cómo podía minimizar el gran riesgo que estábamos corriendo? Sin entender mucho cómo pasó, ella muy sutilmente comenzó a señalarme los caminos que nos unirían para siempre.

Unas horas más tarde, se presentaron mis amigos en la casa y al ver ese revuelo de fotos, papeles y cálculos regados sobre la mesa, me preguntaron en qué andaba, les conté por encima sin revelar mi secreto, ocultando lo más esencial de la historia, el encuentro con la Diosa y me dijeron que estaba completamente loco, yo sabía que tenían razón; estaba loco por volar en el delicioso aire que sale de sus entrañas, estaba loco por sentir la calidez de su cueva, estaba loco por explorarla, por ser el primero, el último, el único en haber estado allí de esa manera...
Entendí que la forma más segura de volarla era con un avión experimental que llegó a la puerta de mi casa, en una caja, desarmado y cuando finalmente logré que todas las piezas volaran en perfecta formación, me despedí de cada uno de mis afectos y emprendí el viaje que me llevaría a cumplir mi destino.

Cuando llegó el gran día fui al río me bañé en sus heladas aguas y me vestí con calma, como si fuese el comienzo de un ritual nupcial. No recuerdo con exactitud cómo sucedieron las cosas, pero vienen a mi memoria rostros, nombres entrañables que me acompañaron y me ayudaron haciendo ese día todavía más solemne; Jorge Delano hizo las veces de mi padrino de honor y nunca supe de dónde vino su fe y qué vio en mi corazón para darme la fortaleza que necesitaba justo antes de despegar y perderme de su vista en aquél amenazante verde esmeralda. Sabía que la suerte estaba echada y que mi tan ansiada Diosa se abriría entera para mí. En la medida en que me fui acercando ya no pude distinguir casi nada, todo empezó a esfumarse y en el momento menos esperado ella apareció como una antorcha marcando la entrada de su santuario, señalándome el camino, animándome a seguir mientras hacía un movimiento suave con sus alas de Quetzal. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero yo sentí que ya no existía tiempo ni espacio solo me vi naciendo en ella, y fue en ese momento en que sentí el fuego de sus alas quemándome, me perdí en la frescura de su savia, mientras la hermosa Diosa sonriéndome me llevaba de vuelta a los brazos de la madre tierra y sin darme cuenta ya había aterrizado.

A pesar de que han pasado un poco más de veinte años no he podido dejar de amarla. Ella es mi aliento, el sonoro triunfo de la belleza, la que mueve mi mundo y lo gobierna. La que busco en cada mujer que he conocido y en las que me han amado. No he vuelto a verla, pero me dijeron que después de la increíble aventura que vivimos, los guardianes de la selva cerraron los caminos y con una inmensa roca sellaron la cueva, cerciorándose de que ningún otro mortal pueda llegar hasta ella.
Cuentan mis hermanos Piaroa que en la espesura esmeralda de Autana Kuaymanajari ya no hay aves en el cielo, desde ese día vuelan en las alas de la Diosa
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita