EL RELOJ DURMIENTE


El reloj se quedó dormido, acurrucado al silencio de las cobijas, nunca escuchó los cantos de gallo ni la urgencia que impone el madrugonazo. Otra prueba más de que nada puede vencer al cansancio

MUDANZA


Se sentía tan fascinada al leer aquella historia, que decidió hacer sus maletas e instalarse definitivamente en ella. Entonces nada resultó como se lo habían contado.

LA ÚLTIMA CENA


Juntó todas sus monedas, quería brindarle una noche de versos y almejas, el dinero apenas le alcanzó. La cuenta no sumó los sudores con que había pagado aquella cena


ALADO


Un sueño trinó sobre mis párpados, encendí la luz y no había nada, a la mañana siguiente me sorprendió volando sobre la almohada


LAS LÁGRIMAS TIENEN PRISA


Había olvidado ser pez en la tristeza, dejarme correr hasta la desnudez del llanto, para lavarle los ojos a mis culpas. Volver a sentir el vértigo de inundarme de a poco. Todo empieza en los párpados, si se mantienen secos es mala señal, pero no hay que preocuparse, por el contrario, basta con humedecer el camino para impedir que el llanto se contenga, entonces un viento negro nos vuela en la garganta y antes de que se pueda hacer algo, todo es un derrame de cascadas, lagunas, y desconsuelo. Nunca es prudente ver el abajo, siempre resulta inquietante y el llanto se confunde en la inmensidad de otra cosa. Buscar siempre el arriba donde sea luz, donde nos cieguen los blanzules y respirarlos a fondo, con fervor, hasta que el cuerpo abra sus ventanas y la piel se haga escamas, en la certeza de que una lágrima también es mar

MORIRÉ CON ALAS


Contradiciendo todos los negros que desde la noche anterior se me habían instalado en el corazón amaneció clarísimo, como si me hubiera levantado en el país del nunca jamás. Un aire cristal iba y venía alborotándolo todo, despertando sonantes iridiscencias hasta donde la mirada alcanza. Me perturbó la poca importancia que el alrededor le daba a mi dolor, por un momento pensé que el día, por respeto a mi tristeza, iba amanecer en blanco y negro, los pájaros solo trinarían silencios y los colores sabrían quedarse mudos, pero no sucedió todo lo contrario y en la medida en que la mañana festejaba su alegría yo me iba oscureciendo más, cuando de pronto cayó del cielo un ramo de plumas blancas y negras, justo lo que necesitaba para ponerle punto final a mis espinas, me acerqué con cautela hasta que logré entender lo que era: un pichón de zamuro, un magnífico maestro con quien desplegar mis alas y aprender a volar.

EL PUENTE ROTO


“…El puente, gran pájaro de hierro que pasa navegando
junto a la muerte.”

Tomas Transtromer


Sabía que era un puente imponente y hermoso, se sentía orgulloso de elevarse sobre ese espacio prohibido, azul arriba, para arroparse con el tibio calor de los primeros rayos de sol. Había sido tan fuerte que nada lo amedrentaba ni siquiera el paso del tiempo, no conocía imposibles y su única mortificación era escuchar a lo lejos el cansado crujir de otros puentes viejos y achacosos, pero todo se diluía con la llegada de los niños, entonces no habían ruidos ni sepultos, la alegría subía del suelo trepándose por su estructura en una fanfarria de cantos.
Gozaba columpiando las risas colgadas de sus cuerdas. Adoraba esa levedad que lo estremecía hasta los cimientos con saltos y carreras para arriba y para abajo. Todos lo celebraban y a más de uno le resultó difícil contener los halagos ante esa maravilla que casi tocaba el cielo.

Vivía cada día como si no hubiese nada mejor en este mundo que ser puente, y se levantaba de la nada como una promesa, sintiéndose feliz de rescatar sitios sin huellas, negros de olvido, alojar algún solitario, robarle un beso de cielo a una muchacha hermosa y encantar a enamorados con hambre de luna.

Pasaron muchos años en que todo giró alrededor del puente, pero algo sin nombre lo dejó vacío, sin pisadas, ni miradas, completamente solo, a su suerte, con la carga más pesada, esa que impone el silencio.

Quién iba a imaginar que ese magnífico puente de puntuales regresos, extendido como un arcoíris entre montaña y montaña, lo iba a morder la oscuridad. Nunca importó que el puente tuviera temple de acero y se mantuviera firme e incansable aguantando los fuertes azotes de los aguaceros o los empujones del viento, si al final toda vida se hace selva.
Atrás quedaron los años en que se burlaba de los abismos, borrando fronteras para darle paso al sueño de la gente que iba y venía estrechando lazos en otros caminos.

El puente quedó despoblado, sin ni siquiera sentir el dulce paso de las mañanas, que morían antes de llegar. Nunca supo qué había pasado, ni siquiera logró imaginarlo, se preguntaba una y otra vez por qué nadie quería cruzarlo y a duras penas pudo encontrar consuelo en distantes recuerdos que parecían escombros de sus días de gloria, pero una vez que pasaban lo arrasaba la triste realidad y la desolación era todavía mayor.
No tuvo ningún contrapeso para tanta amargura y decidió que lo más sano era olvidar que alguna vez había sido puente.

Así lo hizo pero esa determinación se volvió polvo ante la urgencia de sentir otra vez las entrañables pisadas, temblores y sacudidas que parecían más lejanas que nunca. Lo aturdió el olvido y fue llanto de negros agujeros y ardores vacíos.
Pensó que la razón se volvió demente al ver pasar a tanta gente que en un parpadear desaparecía, no tardó en culpar al deseo que insistía en cavar ladridos ciegos en su desesperación, pero después se convenció de que fue la realidad de hierro, de blancos y negros, la que lo dejó colgado en una neblina de densas soledades.

Pasaron los días y todo seguía igual hasta que una tarde volvió a sentir los brinquitos de algodón de una colorida niña, fue tanta su impresión que apenas necesitó un instante para salir de aquél letargo, pero hubo algo que lo hizo dudar, le costaba aceptar que fuera alguien de carne y hueso y no otro espejismo roto, estaba tan confundido que ya no sabía en qué creer, hasta que escuchó su canto y vio agitar sus bracitos como si fueran hechos de alas, allí ya no le importó nada. Era tan feliz de volver a ser puente que se dejó columpiar por sus suaves andares, y nada pudo contenerlo cuando se dio cuenta que la pequeña estaba muy dispuesta a saltar bajo la cuerda de la baranda, sin poder evitarlo la vio hundirse en el aire, el puente se desprendió de todo, se lanzó para agarrarla, pero antes de llegar al suelo se conjuraron las miradas, y descubrió que la niña siempre fue mariposa y él un simple puente roto.

LA CARTA


Deja que vuele
sin llamadas
haz de ella
fogata
y tal vez olas

Edda Armas
Corona mar


Nunca logré saber quién había mandado aquella carta que Merlín, el gato de la casa, se había encargado de llevar en su hocico hasta mi cuarto. Me resultó imposible averiguar por qué esa carta siempre terminaba descansando sobre mi mesa de noche, aunque yo misma me ocupaba de llevarla a la cocina con la intención de dársela al cartero. A pesar de mis continuos ruegos fue completamente inútil pretender que la carta se quedara en el lugar que le había dispuesto, pero poco a poco y sin darme cuenta llegó el momento en que vencida por el cansancio de tanto verla sin mirarla, la dejé olvidada en la tranquilidad de mi cuarto, donde al parecer le gustaba estar.

Nadie en la casa se volvió a molestar por aquella carta, ni siquiera Fidelina una mujer ya entrada en años que traía en su piel todo el calor de Barlovento, y más de una vez nos pareció escuchar el agitado Caribe reventar en su risa. A ella le debía todas las chupetas de mi infancia, pero a raíz de aquella carta se había vuelto un mar de quejas. Era difícil imaginar qué fuerzas la hacían crecer como una palmera cada vez que gritaba que le daba una cosa aquí, otra allá, con sólo ver la carta pero el tiempo que todo lo puede, hizo el milagro que la razón no pudo y Fidelina también tiró la toalla.

La casa estuvo en calma hasta que una mañana mi cuarto amaneció manchado de tinta, cuando Fidelina descubrió aquél desastre empezó a restregarlo todo incluyendo pisos, muebles y paredes, mientras repartía regaños que en segundos se hicieron amenazas y juró sobre sus rodillas botar cualquier bolígrafo que no tuviera tapa. Me disculpé mil veces con ella, y no salí a ninguna parte para ayudarla a limpiar, pero de pronto me di cuenta que no había sido un descuido mío, sino la propia carta que sudaba tinta, hundida en un susto sentí que el mundo entero se me vino encima y no pude quitarme la cara de asombro el resto del día, empecé a tragar duro y armarme de valor para contárselo a Fidelina, fui al cuarto a buscar la carta y cuando abrí la puerta escuché un latido, no tuve que indagar mucho para saber de dónde venía ese pálpito, con los dientes apretados levanté aquél sobre que parecía contener algo vivo.

Desde ese momento todo en la casa se volvió sobresalto, el aire se llenó de terror y Fidelina y yo cambiamos ese aroma a coco que se nos había quedado en la piel, por un amargo olor a miedo.
Pasaron los días y la carta seguía allí quitándonos el poco espacio que todavía compartíamos, de golpe me sentí invadida por un sentimiento que me conmovió hasta las lágrimas, cuando por fin decidí buscar la carta en mi mesa de noche, noté que estaba extremadamente pálida, la agarré por una esquina y corrí a la cocina, Fidelina estaba meneando algún guiso y en lo que me vio entrar con ¨eso¨ como la llamaba ella, se le puso la piel de gallina y comenzó a gritar, el perro ante su espanto salió disparado por la puerta de la cocina y no lo volvimos a ver jamás.

No tardé en darme cuenta que la carta que tantos escalofríos le producían a Fidelina, a mí me partía el corazón y sin pensarlo dos veces grité con todo el alma,

¡Esta carta está enferma Fidelina, algo tendremos que hacer!

Fidelina con los ojos afilados por el miedo no paró de balbucear avemarías, me asaltó como una pantera y me arrebató la carta de los dedos, sin pensarlo dos veces la tiró al fogón, la carta nunca se quemó, pero conmigo pasó algo muy extraño, empecé a sentirme ingrávida, como si se me hubiera emplumado la sangre y de mi piel empezó a salir humo, Fidelina desesperada corrió a soplarme, pero ni con todas sus olas de mar pudo apagar aquél incendio que venía de mis adentros, lentamente me desvanecí en una nube de tristeza, Fidelina rompió su arrecife en lágrimas mientras lo poco que quedó de mí se fue deshaciendo en su mirada.

Dicen que a pesar de los años todavía se sienten en el pueblo los pasos fantasmales de Fidelina, incluso no falta quien la escuche echar chispas buscando aquella carta que le cerró las puertas del cielo.
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita