UN LAPSUS GRILLUS



Hazte a tu nada

plena.

Déjala florecer.

Acostúmbrate

Al ayuno que eres.

Que tu cuerpo se la aprenda

Hanni Ossott


Había salido de casa justo en el momento en que las horas se arrastran, cuando todos vienen de regreso de sus particulares batallas, y uno puede fundirse en los zumbidos de una ciudad mucho más vital y efervescente. Quería contemplarla a través de sus palabras, robarme su musicalidad, gozar de aquél escándalo que poco a poco va matando el silencio, incluso el que se esconde en lo más adentro, pero todo fue inútil, sólo pude escuchar grillos, por alguna extraña razón las calles se habían vaciado de verbo, rimas, aullidos y gemidos, carecían de todo excepto de grillos, sólo se escuchaban grillos, grillos en todas partes y ya no sabía qué hacer para deshacerme de esos bichos perversos, que a pesar de mi rosario de ruegos se negaban a dejar de frotar sus patas.

Sabía que esa era la razón por la que se me hacía imposible hilar algún pensamiento, concebir una simple idea, o imaginar cualquier cosa distinta a un grillo, los criquets se habían instalado con tal intensidad, que me impedían escuchar hasta mi propia voz; como si el propio Ares me los hubiese mandado para invadir mi templo, y privarme de esa presencia magnífica e inquietante con la que solía enfrentarme al papel, que a ratos parecía dormitar aburrido junto al calor de la cocina y ya empezaba a cambiar los suspiros por bostezos.

Intenté reprimir la frustración que deja en el cuerpo la impecabilidad de una hoja en blanco, pero todo fue inútil, cada vez que intentaba escribir algo, lo único que podía conjurar era aquél terrible ruido verde, que apagaba cualquier intención de palabra. No recuerdo en qué punto del camino había dejado de ser un insecto, para convertirse en una enfermedad terrible, de esas que poco a poco lo terminan acabando a uno.

Regresé dos horas después, aunque en circunstancias normales no hubiese tardado más de veinte minutos, pero me resultaba casi imposible transitar por la calle con esa tormenta de grillos cayéndome encima. Parecía que toda mi vida pendía de un hilo sostenido al implacable cricket. Llegué agotado y me sorprendió encontrar la puerta de la casa entreabierta, comandado por la prudencia apenas la empujé con el pie y en lo que me asomé vi algo insólito en la mesa del tablón de la cocina, era un poema. Estaba allí, parado frente a mí, derramando sus fragancias en el aire, mientras yo lo tanteaba intentando agarrarlo con las manos, como si pudiera sostenerme. No sé cuándo me envolvió su misterio, su vaguedad, ni el momento preciso en que me acerqué a su rareza, a lo inexpresable de su inmensidad, pero en ese instante todo fue milagro, y sin darme cuenta empezó la fiesta, entonces dejé de ser yo, fui otro, fui todos y a la vez ninguno. De pronto el silencio abrió su diálogo y ya no había grillos, sólo una lluvia de noches y estrellas.

GATO ENCERRADO



"El gato camina por sí mismo

y no hay Tao ni prosa mágica

que lo retenga más allá

de sus horas y sus ánimos"

Julio Cortázar


Adoraba dormir con Pinccipesco, un gato elocuente, de facciones hermosas y colores radicales: blanco y negro, distribuido de tal manera que parecía llevar un traje de etiqueta. Derramaba su felina sensualidad en cada paso que daba, movía una pata aquí, otra allá y gracias a ese particular tumbao lograba acentuar con espíritu helénico, esa profunda fe que lo impulsaba actuar como si la única misión en la vida fuera ser bello.

Saltaba a la vista su elegante manchita en el pecho ignorando los caprichos del azabache con un blanco fulminante, que se extendía hasta las patas, dibujando unos impecables guantes en las extremidades delanteras y un par de botas altas en las traseras.

Era un gato de desbordantes proporciones que tenía el hábito de comer fantasmas. Ese gato veía lo que nadie más podía ver, y no se le escapaba uno: los cazaba con destreza, empezaba desplegando una gran agilidad correteándolos por todo el cuarto, luego como parte de un ritual, jugueteaba con ellos acorralándolos en las esquinas, hasta que lograba confinarlos al limitado territorio donde acostumbraba a llevar todas sus presas. Allí los acechaba con afilados arañazos y cuando por fin llegaba la hora en que la densidad de la noche cambia, justo antes de que lo sorprendiera el alba, los atacaba con el frenesí que deja la espera, le sacaba los colmillos con un sonido gutural espeluznante y sin demoras, el gato hacía evidente su impresionante voracidad tragándoselos enteros, sin molestarse en masticarlos, después se relamía y se estiraba en el piso ronroneando de pura satisfacción, como si se hubiera engullido algo gigante.

Era una práctica que sucedía noche tras noche, hasta que una madrugada mientras dormía me asaltó una sensación terriblemente desconcertante que me cortó el aire, jamás había sentido algo tan escalofriante, al principio pensé que se trataba de un mal sueño, una pesadilla pero cuando desperté supe que era tarde, demasiado tarde…
El gato ya me había devorado.

HORAS MUERTAS



“La memoria no es lo que recordamos,
sino lo que nos recuerda.
La memoria es un presente que nunca
acaba de pasar…”
Octavio Paz


El viento retumbaba una y otra vez dando bandazos contra los pocos árboles que todavía quedaban en pie, arrasando todo lo que encontraba a su paso, sin detenerse a discriminar entre lo bueno y lo malo. Resonaba con la misma ferocidad que podía desatar la furia de un león, mientras la casa crujía, sufriendo los latigazos y sacudidas con los que la azotaban aquellas ráfagas, que se hacían cada vez más intensas y amenazadoras.
Me asomé por la ventana y ya no podía distinguir los límites que señalan dónde empieza una cosa y termina la otra, todo era lo mismo, resultaba imposible diferenciar lo que era arriba de abajo; se hacía inútil cualquier esfuerzo por divisar tierra a la vista, pretender buscar lagos o montañas y mucho menos algún indicio de horizonte que con sólo levantar la mirada me invitara al cielo. Se instaló una absurda homogeneidad que me arrebató hasta los puntos cardinales de mi propia existencia, sólo podía distinguir un remolino blanco que reducía el paisaje a una sola visión: nada, pero no una nada pasajera, sino una nada definitiva que ya se lo había devorado todo. Así de confusa y perturbadora tendría que ser la inexistencia o quizás así fue cómo la sentí en aquél momento…


El cortante clamor de aquél vendaval me perforó el alma, sentí tanto frío, tanta desolación que pensé que iba a desfallecer, y como un acto de supervivencia reuní las pocas fuerzas que me quedaban para responderle a esos tormentosos aullidos con un grito, sólo para darme el gusto de hacerle saber que yo estaba allí, y aferrarme a las pocos fragmentos de vida que todavía quedaban a mi alrededor, para mi sorpresa hubo una falsa calma que me dejó escuchar con claridad el seco sonido de dos golpes a mi puerta, me apuré en abrir sin ni siquiera preguntar el nombre del inesperado visitante, porque me resultaba difícil creer que algún ser de este mundo pudiera dar dos pasos seguidos en aquella tormenta.

El viento levantó un absoluto caos, desordenando las pocas cosas que quedaban en la casa, librando una verdadera batalla que casi arrancó la puerta y entre los dos a duras penas alcanzamos a cerrarla.
Era un hombre joven no tendría más de treinta años, con una mirada tan profunda y triste que invitaba al infinito, estaba tan pálido que por un momento pensé que era un fantasma, no tuve que esforzarme para darme cuenta lo mucho que había sufrido, se quitó primero la gorra dejando al descubierto un abundante cabello perfectamente cortado y después el pesado abrigo que sacudió con extremo cuidado, tratando de no mojar el piso ni los pocos muebles que aun quedaban y en ese momento vi que llevaba un uniforme con tres estrellas en el hombro, lo que significaba que era capitán, claro si mi precaria cultura sobre códigos militares no me fallaba.

Mi inesperado visitante se refugió en el fuego poniéndole más leña y apilándola en perfecto orden, con la rigurosidad que sólo un soldado era capaz de profesar.
Sus movimientos eran tan precisos y seguros que parecía que estaba en su propia casa, me aceptó de buena gana un tazón de sopa caliente que con gusto le serví de lo que había quedado en el fogón y en ese momento me di cuenta que tenía una alarmante mancha de sangre seca en la chaqueta, justo a la altura del corazón, un detalle imposible de obviar y que sin duda lo hacía mucho más intimidante. Esa fue la primera vez que lo vi y desde ese momento no pude dejar de preguntarme qué habría pasado en su vida, para verse obligado a soltar sus amarras.


La ciudad, el país que conocíamos y en el que sin saber exactamente cuándo lo habíamos empezado a perder, era un absoluto infierno que peleaba hasta con los dientes por conservar la poca libertad que todavía le quedaba. La revolución igual que Saturno, no tardó mucho tiempo en devorar a sus propios hijos, por lo que se libró la más cruel de las luchas, una batalla casi imposible de ganar, frente a un ejército sin patria ni escrúpulos, cuya única religión era el poder de las armas para vengarse de Dios sabe qué…

Los revolucionarios habían puesto alcabalas por todas partes y la única manera de salir con vida de ese horror era escapando, pero las fronteras eran una trampa; demasiado extensas para recorrerlas caminando en ese frío infernal y la única salvación era encontrar a alguien que conociera los caminos verdes que bordeaban la montaña, sin contar con el gran coraje que exigía cruzar al otro lado. La muerte estaba al acecho, mordiéndolo todo, confabulada con el terrible invierno que se negaba a darnos un armisticio e insistía en arrebatarnos hasta el último aliento con la gélida hoja de su implacable espada.

Día a día se hacía casi imposible sobrevivir, si vencías al frío entonces quedaba el tormento de la revolución que asesinaba a gente inocente, dejando que los cadáveres se quemaran al viento, todos desnudos, mostrando sin la menor gloria las espantosas heridas de sus cuerpos mutilados y el cuadro se hacía todavía más dantesco al verlos atados a una vara como si fueran animales. No tenían permitido la misericordia de un entierro, quedaban allí destrozados, sin velas ni rosarios, a la vista de todos, exhibidos como trofeos para escarmentar los ánimos de quienes todavía pretendíamos repetir la misma aventura. A pesar de todo, los que sentíamos la vida correr por nuestras venas teníamos una sola idea en la cabeza, que no tardaría en convertirse en una obsesión: escapar, sin que nos importara si en el intento encontrábamos la muerte.

Eran tiempos difíciles en los que no había espacio para el recato, aprovechábamos cada comida, cada descanso, cada caricia como si fuera la última. Vivir nunca había sido una tarea tan intensa y al mismo tiempo tan efímera como en ese momento, aun así nadie quería rendirse, la vida se hacía más apetitosa en la medida en que la sentíamos escurrirse como agua entre los dedos.

En este terrible panorama la incertidumbre había tomado la palabra, convirtiendo nuestros días en noche y sin poder evitarlo a los dos nos arropó un fuerte presentimiento que espabilaba nuestras mentes imaginando un oscuro manto de no vida cayéndonos encima, y aquél estertor nos amedrentó de tal manera que nos dejó el ánimo hermético, callado como si fuéramos permanentes prisioneros. Una profunda devastación se trepó entre nosotros, mientras la casa asombrosamente resistía la embestida de la terrible tormenta que hacía todo lo posible por derribarla. Nos quedamos sentados en el único sofá que hacía que la sala no luciera vacía, mirándonos, sin poder decirnos nada, ninguno de los dos se atrevía a romper el silencio que nos escudaba, preguntándonos algo tan banal cómo nuestros nombres, en una situación en la que si no eras el enemigo, a nadie le importaba quién era quién. Nos fuimos acercando uno al otro, tratando de conservar el poco calor que el fuego aun podía brindarnos, esperando que la tormenta se aquietara y sin saber cómo, el aire que respirábamos se fue enrareciendo, dejando un irresistible rastro animal, como un perfume a hembra, a macho, a sexo que nos impregnó de deseo, mostrándonos cuan fuerte patea la vida frente a la muerte y sin perder tiempo en inútiles esperas hicimos la única cosa que un hombre y una mujer podían concebir en ese momento:amarse. Nos entregamos el uno al otro como quien se entrega a un gran amor, con la misma agitación, el mismo frenesí y las mismas ganas, que se hacían más fuertes al reconocernos como extraños.

Así, sin preludios ni promesas, su lengua afiebrada empezó a recorrer mi cuerpo y en el instante en que sentí sus dedos deslizarse entre mis muslos me hice fuego. Todas mis voluptuosidades lo guiaban para que buscara en mis humedades, ese glorioso escondite sagrado, la llave que le abriría mis convexidades para después hundirlo, sin prisa en aquél inesperado océano. Me extasié con un placer impuro al sentirlo saborear mis pechos y él se saciaba devorándome con sus labios de caramelo, mientras me sometía una y otra vez al ritmo desbordado que trazaba la firmeza de su virilidad, entonces a punta de jadeos y susurros le dije mi nombre, implorándole entre los cortos silencios que sabe imponer el deseo que lo pronunciara, hasta ese momento ni yo misma sabía cuánto necesitaba oírlo, rescatarlo

Mi nombre… le decía… Dime mi nombre…


Nunca me respondió, no estaba dispuesto a terminar con el ayuno de palabras que desde que nos vimos se había impuesto y sin pedirle nada más clavé mis ojos en los suyos, en ese momento sentí su mirada turbia derramarse sobre mi cuerpo, entonces temblé de pura excitación. Nos seguimos amando como si nunca más pudiéramos encontrar en esta vida la promesa de una próxima vez, y luego de aquella tempestad carnal nos enroscamos uno en el otro con la tranquilidad del que sabe que no hay mejor manera de morir en paz.


El cielo adquirió una extraña tonalidad negruzca, mientras el frío se metía por las rendijas que había en la puerta y el piso, obligándonos a pararnos, vestirnos, y a encontrarnos nuevamente con nuestra enlutada realidad. Me asomé por la ventana y noté que finalmente la tormenta estaba cesando, todo empezaba a calmarse, abrí la puerta con mucha dificultad por la nieve que había caído y vi su fusil apoyado en la pared, antes de que pudiera agarrarlo él lo hizo, parecía que ya estaba listo para seguir su camino, a pesar de la pesada oscuridad que ya se había instalado.

Se fue de la casa de la misma manera como había llegado, en silencio y a los pocos pasos lo vi desaparecer en esa noche infinita que se había tragado todo lo que nos rodeaba..
Volví a entrar en aquél refugio antes de congelarme y me di cuenta que había dejado olvidada su mochila, la abrí con el ánimo de encontrar algo interesante que me ayudara a pasar las horas, y de pronto noté que desde hace rato no pasaban, eran horas muertas, inmóviles, algo indescifrable había derribado al tiempo, pero no quise pensar mucho en eso, mi curiosidad era más fuerte que cualquier otra cosa y me entregué a explorar el contenido de su pequeño equipaje, allí encontré los recuerdos de toda su vida, me atrapó el orden con que había guardado cada capítulo que componía su existencia. Era una obra maestra la manera en cómo había clasificado cada recuerdo rescatado celosamente de su memoria, pero lo más peculiar fue que cada uno de ellos tenía puesto un precio y el nombre de un destinatario al que parecía que ya se los había vendido, como si se tratara de algún tipo de mercancía previamente negociada, que ya no le pertenecía y tenía la obligación de entregar. En el fondo de la mochila había quedado otro sobre, era el último y lo que nunca me esperé fue que éste tuviera mi nombre. Intenté abrir el sobre con las manos templadas de pura adrenalina, cuando sentí que alguien forcejaba la puerta tratando de entrar, metí rápidamente todo lo que había sacado de la mochila y la puse en el sofá justo a tiempo, pues no había terminado de soltarla cuando lo tuve parado frente a mí. Venía cargado de leña, traté de ayudarlo, pero no me dio oportunidad, la colocó con cuidado de no tirarla justo al lado de la chimenea, me dedicó una mirada profunda y me dijo sin decir:

Mañana salgo temprano.

Asentí con la cabeza y me sentí un poco perturbada ante el hecho de que no tenía nada que llevarme, sólo lo que tenía puesto, lo bueno es que ese percance iba a facilitarme transitar por el muy difícil camino que teníamos por delante.

Caminamos sin descanso hasta llegar a un pueblo tan pequeño que ni siquiera aparecía en el mapa, era el último punto antes de cruzar la frontera, nuestra última parada antes de dejar atrás el horror en que se había convertido nuestro distante país, desde allí se podía imaginar un mejor destino. Fue la primera vez en más de un año que pude sentir esa suave y fresca fragancia que desprende el futuro.
El régimen había dejado su huella en ese pueblo que todavía conservaba ciertos vestigios de belleza y lo que en un pasado cercano fue un lugar pintoresco, donde se endulzaba a los visitantes con los deliciosos aromas de sus guisos teñidos de paprikra, ya empezaba a cambiar el sonido de sus sonoros violines por ráfagas de balas y los coloridos geranios por un apabullante alambre de púas.

Mi extraño compañero me vio de reojo, sacó sus documentos de identificación y los revisó con extremo cuidado, por la expresión de su rostro debían estar en orden, en ese momento todo se me vino encima, yo no tenía nada que mostrar, hacía tiempo me había rehusado a cargar el acordeón de documentos revolucionarios que lejos de identificarme me anulaban, así que un día me vengué y en un acto de extremo patriotismo quemé la cédula de identidad, tarjeta de racionamiento, carta de buena conducta, constancia de residencia o cualquier otro papel que me estrechara el mundo. Nos acercamos al puesto de la guardia y él les brindó un respetuoso saludo de capitán que incluía los cuatro dedos sobre la frente y un sonoro choque de talón, mientras que yo hacía todo lo posible por ser invisible y pasar desapercibida escondiéndome detrás de él, de pronto uno de los hombres corrió hacia nosotros y después de saludarlo con un gran abrazo le dijo,

Lamento mucho la muerte de su esposa… Fue una mujer maravillosa. Malditos rebeldes, lo pagarán!!!

El bajó la mirada, aceptó el pésame con la solemnidad que lo caracterizaba y lo distrajo de mí pidiéndole que lo llevara hasta el oficial a cargo, pues traía órdenes urgentes del ministerio de defensa. Me hice a un lado, feliz de que no me hubieran detenido cuando me sorprendió la inesperada presencia de Rosa, una mujer que había sido amiga de mi madre, o de mi abuela…, por alguna razón mis recuerdos ya no eran tan claros, se estaban desvaneciendo como el humo, pero a todos nos estaba pasando lo mismo, sufríamos un shock colectivo debido a la gran tensión que generaba la horrible situación política en la que vivíamos, así era la guerra. En lo que vi a Rosa me pareció que lucía mucho mayor de lo que realmente era, recuerdo que la vieja Rosa, como la conocíamos todos, se había dedicado a velar por la buena salud de nuestros inquietos espíritus, si alguno de nosotros le caía mal de ojo Rosa sabía qué hacer, igual si sufríamos de mal de amores u otro padecimiento que la ciencia no pudiera resolver, en lo que Rosa me vio se emocionó y cuando venía caminando hacia mí el Capitán se cruzó en el camino, la agarró por un brazo y se apuró en decirle con mucha insistencia

Nos vemos a media noche en la iglesia, no falles, no hay otra oportunidad de salir de aquí Rosa.

Comparó su reloj con el de ella y le hizo hincapié en que fuera puntual, insistiéndole nuevamente en que no había otra oportunidad de huir, se despidió de Rosa con un beso y yo me quedé sin reaccionar, sin poder decirle nada en medio de todos esos militares que hubieran hecho el día con sólo saber quién era yo y lo que realmente estaba buscando en ese amenazante lugar.

Me ahogaba la angustia, por mi mente se cruzaron toda clase de pensamientos, sabía que tenía que unirme a ellos, me negaba a quedarme en aquella tierra de nadie que ahora izaba la bandera de la barbarie. Intenté buscar a Rosa pero fue imposible, recorrí todo el pueblo y sin proponermelo encontré la que había sido la casa de la abuela, estaba idéntica, nada había cambiado en su guarida como ella solía llamarla; los mismos muebles, la eterna mesa donde preparábamos los guisos y la sabrosa tarta de manzana que le regalábamos a los vecinos cuando celebrábamos alguna ocasión especial, confieso que me conmovió hasta las lágrimas ver en el largo pasillo de la casa sus fotos colgadas en la pared, ordenadas de tal manera como si fueran un mapa que deletreaba el transcurso de nuestras vidas. ¿Qué habrá sido de la abuela y otros tantos afectos que quedaron atrás, perdidos en el laberinto de la revolución?

Todo estaba oscuro, desde que la revolución se había instalado siempre era de noche, caminé hasta el puesto de guardias y allí encontré al Capitán muy animado jugando a la baraja, se divertía con la expresión de sus compañeros que no cabían en su asombro cuando les confesó con los ojos llenos de picardía que esa misma noche justo a las doce tendría un encuentro prometedor con una damisela y necesitaba que lo cubrieran pues no iba a poder reportarse hasta el día siguiente. Los oficiales lo vitorearon con palmadas en los hombros, chocando los vasos, brindando y confesando algunos de sus insípidos pecados. Habían hecho una verdadera fiesta de aquél encuentro amoroso y más de uno se lo tomó muy seriamente, como si fuera una misión de estado, en la que no estaba permitido fallar, a partir de ese momento el reloj captó la atención de todos y cuando faltaba un cuarto para las doce, entre chistes pasados de tono los oficiales se levantaron de la mesa, lo perfumaron con alcohol, lo empujaron a la calle, y le desearon suerte. ¡Habían mordido el anzuelo!

Lo vi salir del comando de oficiales y decidí seguirlo en silencio, cuando se percató de mi presencia apuró el paso. Caminamos sigilosamente hasta la iglesia, allí estaba Rosa esperándolo con diez personas más, Rosa lo interceptó antes de que el Capitán se reuniera con el resto del grupo y pude ver el desconcierto en su mirada al darse cuenta que toda esa gente venía con Rosa, y sin darle la menor oportunidad de decir algo, de justificarse le gritó en susurros, agarrándose la cabeza

¿Rosa te has vuelto loca?

Trató de calmarse y recuperar el aliento pero como las olas del mar que chocan con el risco vino de nuevo

¿No te das cuenta que lo que acabas de hacer es una sentencia de muerte para todos?

Le daba la espalda y la volvía embestir con una duda mayor

¿Cómo voy a sacar toda esta gente de aquí?

Rosa hacía todo lo posible por explicarle, diciéndole que esa gente le podía pagar muy bien, casi a gritos el capitán le respondió

¡No soy un mercenario, Rosa! ¿Por quién me tomas?

Se alejó de todos, encendió un cigarrillo. y cuando se lo terminó regresó mucho más calmado. Señaló a uno de los hombres que parecía estar en muy buena forma y le preguntó:

¿Sabes disparar?

El hombre se acercó y le respondió asintiendo con la cabeza

Si mi Capitán

Muy bien entonces tu irás al frente, sacó de su mochila un revolver calibre 38, una chaqueta militar, y se los dio, el hombre se preparó inmediatamente, y con el mismo autoritarismo militar los formó a todos diciéndoles,

De ahora en adelante todos ustedes son prisioneros de guerra y será así hasta que lleguemos a la frontera, si somos interceptados por algún regimiento lo pagaremos con la vida. ¿Están dispuestos a morir?

Se hizo un silencio abrumador, el Capitán los vio uno a uno, y pudo reconocer en el grupo a dos compañeros de infancia que habían traído hasta sus hijos. Se armó de valor y les dijo,

Muy bien interpreto este silencio como un sí, mientras pensaba muy en su interior ¡Que Dios se apiade de nosotros!

Empezaron a caminar tal y como el Capitán lo había dispuesto; los hombres mayores, las mujeres y los niños en el medio, los demás iban al frente o al final, yo me ubiqué de última, al lado de él siguiendo sus pasos huecos en la nieve, aguantando con el mismo estoicismo la fuerte ventisca que nos obligaba a retroceder dos pasos cada vez que ganábamos uno, era inaguantable la forma en que el viento quemaba nuestras gargantas y pulmones. A pesar del dolor físico que nos causaba el implacable frío, teníamos la voluntad que se necesitaba para sacar fuerzas de dónde fuera y vencer la resistencia que nos ofrecía la nieve cuando nos hundíamos hasta las rodillas tratando de avanzar, y aunque fue una caminata épica, nadie se rindió. No hubo lágrimas, ni siquiera quejas, nada sonaba entre nosotros excepto el triste lamento del viento que insistía en acompañarnos en aquella difícil travesía. Hicimos un verdadero esfuerzo para no hacer más ruido del necesario, todos tratábamos de evitar la peor pesadilla que podíamos vivir en ese momento: encontrarnos con alguna tropa patrullando el área, y lo peor de todo fue que estábamos conscientes de que nuestras posibilidades de ser descubiertos iban aumentando en la medida en que nos acercábamos más al sueño de cruzar la frontera.

Presionados por el miedo y el agotamiento disminuimos el paso, no sabíamos si el lado de la frontera que había escogido el Capitán era el correcto o por el contrario era el que estaba vigilado. Lo peor de todo fue que no había manera de corroborarlo. Era exactamente igual que jugar a la ruleta rusa, había una sola bala con cinco recámaras vacías, cuándo nos tocaría, podía ser en cualquier momento, sólo era cuestión de tiempo...

Como si hubiese leído nuestras mentes el Capitán nos detuvo a todos y reunió a un grupo de tres voluntarios para que echaran un vistazo a los alrededores, por lo que intuí que ya debíamos estar bastante cerca de nuestro destino final, les ordenó que en caso de que hubiera algún problema hicieran un disparo. Se fueron sin despedirse y a los pocos minutos nos cubrió una densa niebla imposibilitando la visión a menos de un kilómetro de distancia. Nos acercamos unos a otros esperando o más bien rezando por la vida de todos para que nadie se perdiera, cuando repentinamente vimos un escuadrón militar cruzarse con nosotros, el líder nos saludó sin pararse, marchando con sus soldados que saludaron sin mirar, el Capitán les devolvió la misma cortesía, eran unos jovencitos de la escuela militar, por un instante pensé que todo había terminado, teníamos demasiado en contra y a ratos parecía imposible salir de allí con vida. Seguimos avanzando y justo en el momento más oscuro, vimos la niebla disiparse, dimos unos largos pasos y nos encontramos con el resto del grupo que con mucha dificultad trataban de contener los gritos, mientras nos señalaban la alambrada de púas que marcaba el final de nuestro camino. Habíamos llegado, no sé cómo ni de qué manera pero parecía que lo habíamos logrado.

Todos se apuraron a saltar la barrera de alambre de púas y hasta el viento enmudeció cuando el Capitán se volteó para despedirse de aquella absoluta exquisitez que hasta ese momento había llamado patria, se acercó a la barrera de púas y antes de cruzar enterró el fusil en la nieve, respiró fuerte, desde muy adentro, se quitó la chaqueta con cierta parsimonia, honrando aquél uniforme que años atrás lo había acompañado en tantas campañas y lo había provisto de tanto orgullo, después se quitó la gorra, y la puso encima del fusil, se tomó un instante agarró la mochila, se la colgó en el hombro y vio a Rosa que lo estaba esperando con una gran sonrisa

Sabía que usted nos haría el milagro mi Capitán, siempre supe que usted era grande…

La ayudó a pasar la barrera y cuando finalmente se disponía a cruzar conmigo Rosa levantó su mano y le dijo en un tono de mando, dejando en claro cuáles eran sus dominios

Ella se queda mi Capitán, no puede venir con nosotros. Este no es su camino. Déjela aquí que es dónde debe estar.

El la fulminó con la mirada y con la determinación que lo caracterizaba le respondió

Shhhhh! ¡Cállate Rosa... Ella no sabe que está muerta!

Sentí vértigo. No me di cuenta en qué momento empecé a desvanecerme, hacerme aire, pero mi confusión fue total al verle brotar la mancha de sangre seca que tenía justo en el corazón, la herida se le había vuelto abrir y sangraba dolor, pena, agonía. Sangraba duelo, sangraba lágrimas que caían suavemente como rosas en la nieve y en ese instante entendí que había sido yo la daga punzante que atravesó su corazón. Allí lo supe todo, y antes que el viento barriera mi último sueño pude susurrar su nombre... Laszlo, mientras me adormecía en el más dulce de sus recuerdos.

El Espejo de una Niña Triste…


Cuidado con los espejos,
no siempre dicen la verdad…


Cabalga sobre mí el deseo intenso de ser conquistada, no por un hombre sino por un continente. Había llegado a ese punto radical de la vida en que es todo o nada, y sin ninguna advertencia entré en esa espiral devastadora, provocada por la fuerza centrífuga que se rebeló contra mí, para despojarme de todo lo que había amado; primero fue el trabajo, después vino la muerte de mi padre y por último, como una estocada final, justo cuando había bajado la guardia segura de que ya no podía perder más nada, me arrebató lo único que me reconciliaba con la alegría de vivir, el amor de Miguel.

Me costaba admitirlo pero en mi vida se habían instalado los puntos suspensivos. Ya no me quedaban muchas opciones, por lo que decidí buscar otros horizontes en un nuevo país, en el que pudiera probar un poco de suerte y otro tanto de aventura, así escogí mi nuevo destino: Costa Rica, un lugar donde la gente sabe que la risa es el camino definitivo para llegar a Dios y fieles a esta inspiración contestan a cualquier saludo con un sabroso ”pura vida”, justo lo que yo necesitaba en ese momento.

Finalmente llegó el día y a pesar de todas las ilusiones con las que había tejido esta nueva vivencia que se abría para mí, no puedo describir lo difícil que se me hizo decir adiós. Se necesita mucho coraje para cerrar un capítulo incompleto en tu vida y lo que es peor aceptar la derrota con elegancia. Miguel me llevó al aeropuerto, se despidió de mí con un dulce hasta pronto, y al sentirlo de nuevo tan cerca mi corazón volvió a encender la chispa, creando la ilusión de que con esas dos palabras él había dejado una puerta abierta, pero mi razón no se prestó a trampas ni a confusiones y entendió lo que había que entender; que sólo significaba la cortesía de un buen hombre, que finalmente se sentía liberado para escoger otro camino, aunque eso me partiera el alma.


Costa Rica me sonrío desde el momento en que llegué. La primera impresión que tuve fue haber viajado atrás en el tiempo, pues esta gente se dedica a conservar muy celosamente sus tradiciones y como si fuera parte de su alma veneran la tierra en la que cultivan una de las mejores semillas de café del mundo, brindándole al que pase por allí, un espectáculo que despierta todos los sentidos.

Habían pasado apenas unos quince días cuando conseguí trabajo en la industria farmacéutica, buscando plantas con propiedades medicinales, eso me animó a comprar una casa exquisita, que encontré en un acogedor lugar llamado Heredia. El terreno tenía aproximadamente mil metros, rodeado de plantas exóticas que brindaban un torbellino de fragancias violetas, rojas, naranjas y otras extrañísimas tonalidades, que aunque no aparecen en el arco iris me resultaban preciosas. Era la casa perfecta para un nuevo comienzo, y no tardé en descubrir que su mayor tesoro estaba guardado en la habitación principal, donde se escondía un espectacular espejo de bronce labrado en la época del clasicismo que probablemente llegó hasta allí por la terquedad de algún pirata, y aunque no estaba muy segura de la veracidad de esta historia me encantaba darla por hecha, de lo que nunca tuve ninguna duda fue de la absoluta exquisitez que ofrecía esta magnífica pieza.

Otra cosa insólita de la casa fue su precio, resultó ser una ganga para algo tan bello, y ni hablar de su ubicación, estaba arriba coronando la montaña y sólo le llegabas por un serpenteante camino de tierra, que siempre tenía una densa neblina cubriéndolo, lo que hacía todo más extremo y sin duda mucho más divertido

No habían pasado tres meses de mi llegada cuando empecé a incluir en mi saludo un muy sonoro y generoso ”pura vida”, ese espléndido escenario me conectó de inmediato con esa sabiduría que viene de abajo, de la madre tierra y gracias a eso entendí que la única cosa que nos puede mantener enteros es reconciliarnos con el entrañable silencio que sabe darnos el perdón.

Seguía decantando el amor de Miguel, pero de una manera distinta, sin esa odiosa tensión con la que había expuesto esa relación, hasta sentenciarla a muerte. En la distancia empecé a saborear la libertad que sabe dar el desapego y desde entonces no puedo dejar de preguntarme: ¿por qué la sabiduría es tan impuntual?

Después de estar una semana metida de cabeza en el laboratorio natural, como empezaba a llamar a mi selva, llegué a casa tan renovada que me animé a servirme una copa de un bellísimo Carmeniere, fui a mi cuarto en el que disponía de todo un universo, aunque sólo había una cama, una mesita donde estaba el televisor, todos mis libros, un porta retrato con una foto que me había tomado Miguel en uno de nuestros exóticos viajes y a un lado, con todo el protagonismo que merece una obra de arte, el espectacular espejo que heredé cuando compré la casa.

Tomé el teléfono y movida por un impulso marqué el número de Miguel, para mi total sorpresa estuvimos hablando ´por casi dos horas. Él estaba encantado y me decía con mucha insistencia que hasta mi voz sonaba diferente, mientras gozaba escuchando algunas de mis anécdotas, en especial aquella tan insólita de cómo me las arreglaba para llegar a los sitios en un país, donde las calles no tienen nombre, las avenidas tampoco y la gente se negaba a usar algo tan útil como las direcciones.

Había entrado en completa sintonía con Miguel, todo era perfecto hasta que de pronto vi algo tan extraño que me hizo brincar de la cama, una imagen se movió en el espejo pero no fuera sino dentro del espejo, definitivamente no se trataba de mi reflejo; esa copia invertida del original que sin producirme la menor inquietud me ha identificado siempre, sino de algo muy distinto y absolutamente desconcertante.
Caminé rápidamente de un extremo al otro de la habitación buscando todos los ángulos posibles, pero no pude distinguir nada, temblando encendí todas las luces, y en ese momento fue muy difícil darle crédito a lo que estaba pasando; una niña acababa de atravesar de lado a lado el espejo, tenía la certeza de que no se trataba del duplicado de alguien que había dejado su figura para que el espejo la reprodujera milimétricamente, sino de un ser que literalmente estaba atrapado dentro de aquél misterioso espejo, que ya empezaba a crisparme los nervios.

Mi primer impulso fue cuestionarme a mí misma, dudaba de lo que acababa de ver, en un increíble esfuerzo por suavizar las cosas me justificaba pensando que a lo mejor lo había imaginado, y rogaba porque así fuera, pues no había una explicación lógica para lo que estaba pasando, me despedí rápidamente de Miguel después de jurarle que íbamos a estar en contacto, y con el corazón en la boca me dediqué a registrar todo el cuarto, busqué y busqué por todas partes, hasta detrás de las cortinas y no conforme con eso, me paré en diferentes lados tratando de repetir la experiencia, pero todos mis esfuerzos fueron inútiles, no había manera de que el espejo captara ninguna imagen desde el lugar donde lo había ubicado.

Me senté en la cama, tomé el último sorbo de vino y le atribuí toda esa enervante experiencia que casi rayaba en locura, al fuerte cansancio que tenía después de pasar una semana caminando días enteros por la selva, bajo sol y lluvia, Tomé un largo aliento y después de llenar mis pulmones de aire, le imploré a Dios con todo mi corazón que así fuera, finalmente me venció el cansancio y me quedé dormida.

Amaneció más rápido de lo que hubiera querido, pero el día llegó lleno de transparencias, por alguna razón las cosas en la noche tienen más peso, se sienten más intensas, bajo el brillo de ese sol maravilloso ya ni siquiera me importaba lo que había sucedido con aquél episodio del espejo, lo único que me alegraba el corazón era Miguel, con quien a partir de esa deliciosa llamada hablaba casi a diario, lo había invitado a venir a visitarme y él estaba feliz con la idea de volverme a ver.

Siguiendo el manual de la perfecta seductora quería sorprender a Miguel, estaba ansiosa por transformar mi nido en un santuario y me enfoqué en trabajar en el prometedor jardín y sin darle más demora ese mismo día empecé a sembrar la grama, cinco horas después, ya casi al final de la tarde me entró una urgencia por premiarme con la hermosa panorámica que con tanta pretensión exhibía el lugar, me fui a la terraza para ver cómo había quedado la tersa grama en mi pedacito de Edén, y de pronto me sorprendió algo verdaderamente insólito, el jardín se estaba moviendo como si se tratara de un entorno marino, de la nada comenzaron aparecer olas verdes, marrones y amarillas levantándose suavemente sobre la superficie irregular del terreno, y ante este increíble espectáculo no pude sino dejarme llevar por mi asombro, mientras me preguntaba qué estaría provocando ese extravagante efecto acuoso, bajé corriendo por la ladera y sin darle crédito a lo que estaba viendo, me di cuenta de que se trataba de un ejército de bachacos que cargaban sobre sus espaldas las hojas de aquella fabulosa grama que un par de horas atrás había sembrado, empecé a fumigar y en ese momento supe que en Costa Rica todo muerde, por suerte llegué a tiempo para salvar aquella impecable y muy costosa manta verde que con tanta belleza arropaba a mi jardín.

Quedé tan exhausta después de la ardua tarea, que me consentí con un largo baño y caí en la cama como un plomo, cerré los ojos y me relajé, de pronto tuve una extrañísima sensación, como si alguien me estuviera mirando, instintivamente volteé hacia el espejo y allí estaba ella; la misma niña que había visto antes, pero ahora frente a mí, ya no tenía dudas, no se trataba de un espejismo causado por el fuerte cansancio, el inclemente sol, la indomable selva o la devastadora lluvia; era ella impactando todo mi interior con una mirada profundamente triste y desoladora. No podía entender cómo un ser tan pequeño podía albergar tanta tristeza, y en lo que nuestras miradas se encontraron alzó sus bracitos como pidiéndome que la sacara, yo me levanté de la cama de un salto y corrí hacia el espejo, pero la visión se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido. En ese momento me atrapó la más profunda y desoladora tristeza que esa súbita presencia había dejado en el aire y sin poder contenerme rompí a llorar.


Esa mañana amanecí primero que el sol y me quedé un buen rato sentada frente al espejo, llamándola, esperándola, sin tener la menor sospecha de la trampa que me tenía reservado el destino, pero mi dulce niña nunca apareció.
Me vestí y fui a la panadería que tenía más cerca, me senté en una de las mesitas, ordené un café y le pregunté a cuanto vecino vino a saludarme sobre la historia de la casa, nadie sabía nada, la mayoría me dijo que esa casa tenía años vacía, al parecer los antiguos dueños ni siquiera la pudieron disfrutar y nadie supo la razón por la que tuvieron que irse al poco tiempo de haberla construido, entonces fui más directa y les pregunté si sabían algo de un espejo antiguo, y muy animada en conseguir alguna respuesta especulaba sobre las diferentes razones que pudieron haber tenido para dejar en la casa una pieza de tanto valor, nadie sabía nada del espejo, entonces le di la vuelta al asunto y volví a preguntarles si los antiguos dueños habían tenido una hermosa niña y no me supieron decir, la verdad es que no quise insistir más, porque no quería que pensaran que la nueva vecina, a la que le habían dedicado tantas atenciones, estaba sufriendo de algún ataque de paranoia

Atraída como un imán por aquel misterioso espejo, regresé más rápido de lo que había pensado y fui derechito a mi cuarto, allí estaba la niña esperándome y me senté frente a ella con una tranquilidad que no había sentido en mucho tiempo, quería acompañarla, contemplarla; todo en ella era hermosamente azul, su cabello, su mirada, incluso su tristeza… Tenía una belleza casi sobrenatural.
Esa niña me enamoró, pero no sabía qué hacer, no tenía idea de cómo podía rescatarla de esa terrible condena, la misma muerte hubiera sido más bendita, más compasiva, entonces sentí una profunda urgencia por encontrar la manera de aliviarla, y en ese momento supe que cada vez que la veía rompía fuentes frente aquel misterioso espejo, pues sólo tenía vida para darle luz a la dulce y triste criatura azul. Así poco a poco y sin darme cuenta, fui perdiendo interés en todas las cosas que antes me entusiasmaban, ya casi ni salía de esa habitación y mi mundo se empezó a encoger, para mí todo lo bello, lo anhelado y lo importante limitaba con las fronteras de aquél misterioso espejo, me resultaba una verdadera odisea separarme de ella y sólo lo hacía por cosas muy justificadas; hacer alguna compra, pagar las cuentas de la casa o mandar algún informe a la oficina pero enseguida regresaba, porque el epicentro de mi vida giraba alrededor de las melodías de jazmín que me cantaba la niña azul, mientras seguía encarcelada en esa terrible trampa y yo allí, aferrada a ella, del otro lado, acompañándola en su terrible infierno.

Había olvidado por completo mi propia vida y con ella la visita de Miguel, y lo peor de todo fue que ni siquiera me importaba, como otras tantas cosas a las que sin saber ya había renunciado. En esos días encontré un mensaje en mi contestadora telefónica, era él anunciándome que llegaría en dos días, no sentí nada, salvo una irracional indiferencia que me impidió responderle, aunque fuera para cancelar su viaje y olvidarme de aquella inoportuna visita.

Esa noche después de cenar me senté frente al espejo y la llamé, ella apareció más encantadora que nunca, me quise acercar un poco más que de costumbre movida por una intensa necesidad de arrullarla y dejándome llevar por su ternura pegué todo mi cuerpo a la fría superficie del cristal, cuando me sorprendió una fuerza brutal que me empujaba hacia el vacío, luché con todas mis fuerzas pero no podía zafarme, el espejo me estaba jalando con tanta violencia que aullé de dolor, mientras peleaba desesperadamente con todo lo que tenía para liberarme de aquella espantosa cosa que me estaba tragando. Lo siguiente fue exactamente igual a deslizarse por un tobogán a gran velocidad, sentí como se deformaba todo mi cuerpo, y en un instante aterricé completamente aturdida en un sitio pegajoso, casi irrespirable, y sombrío. Me tomé unos minutos para despejar mi mente, me restregué los ojos y para mi sorpresa lo vi todo normal, yo seguía en mi cuarto, veía mi cama, la mesita con el televisor todavía encendido, tal y como lo había dejado, pero había algo distinto que no tardé en descubrir, faltaba el espejo, en un segundo sentí la adrenalina correr por todo mi cuerpo y en un solo grito ahogué todo el horror de aquella silente agonía. No podía aceptar lo que estaba pasando, me negaba a entender que ese fuera mi destino, me empezó a morder la rabia, la impotencia, y me devastó la tristeza, no podía ser que yo misma había cavado mi tumba, me hubiera enterrado en el más terrible de los exilios, pero mi mundo o lo que quedaba de él, se terminó de hundir cuando la vi parada frente a mí, fuera del espejo, ya no era aquella bella y triste niña azul, a la que había amado y entregado tanto, sino un ser maléfico que aparecía ante mí liberado, fue en ese momento cuando me mostró su verdadero rostro, el de un ser diabólico y despiadado que insistía en clavarme su odiosa mirada y después de asquearme con su sonrisa perversa, cubrió el espejo con una sábana y salió del cuarto saltando con irritantes brinquitos de triunfo, celebrando su victoria mientras tarareaba nuestra dulce canción de jazmín.

El silencio que quedó a mi alrededor fue profundamente ensordecedor, sabía que iba a enloquecer en aquella tumba que amortajaba cada pedazo de mi ser, mientras segundo a segundo se hacía más estrecha, de repente como una llama que me iluminó sentí una voz que jamás esperé volver a escuchar, y en ese preciso momento me invadió una pequeña esperanza al sentir a Miguel caminando de un lado al otro de mi cuarto, parecía nervioso y hablaba con alguien más, aunque la sábana me dificultaba la visión pude ver que no estaba solo, lo acompañaban dos policías. Comencé a llamarlo sin dejar de golpear con todas mis fuerzas aquél maldito espejo, y al mismo tiempo le agradecía a Dios, a la vida, a todos los ángeles que Miguel estuviera allí, lo vi acercarse y quitar la sabana del espejo con tal determinación que en ese instante me volvió el alma al cuerpo, lloraba y reía mientras me llenaba de una sensación de alivio tan inmensa que me abrió el pecho, finalmente respiré, fue indescriptible volver a sentir el aire correr por mis venas y sacudir todo mi cuerpo, pero la alegría no duró mucho, lo que vino después fue todavía más terrible que la propia caída a través del infernal espejo, Miguel no podía verme, ni sentirme, ni escucharme, allí supe que había dejado de existir y lo peor de todo era que todavía estaba viva, en ese momento me entregué a mi destino, aunque sabía que lo que tenía por delante era peor que la misma muerte.

Pasaron unos días, yo no sé cuántos, pues en este horror ni el tiempo existe cuando volví a ver a Miguel entrar a mi cuarto, sentarse en mi cama, tomar mi fotografía y hablar como nunca lo había hecho. No puedo describir el filo del puñal que sus palabras enterraron en mi corazón, al escucharlo despedirse de mí, de nosotros, de nuestra historia. Lloró un buen rato, se levantó, volvió a cubrir el espejo, agarró su maleta y se fue, después de un instante todo aquél silencio sepulcral se ahogó en un grito de dolor que salió de mi desesperación de una manera tan intensa, tan demoledora que sentí romperse todos los vidrios de la casa, pero el maldito espejo que me tenía cautiva, presa como un animal, permaneció intacto, encarcelando lo único que había podido sobrevivir en mí, la agonía silente de una tristeza que llenaba todo mi continente, me quedé allí resignada, atrapada igual que un pez en una pecera dándole vueltas y vueltas al interminable vacío, de pronto como si un terremoto sacudiera brutalmente aquél infierno, todo a mi alrededor se empezó a quebrar y sin entender nada de lo que estaba pasando, la fuerza contenida por aquel inframundo me golpeó tan fuerte que me empujó a la vida, liberándome. Finalmente respiré, inhalando un aire nuevo que me devolvía lo que más ansiaba, mi propia existencia. Estaba naciendo de nuevo, esta vez en la fe de Miguel que no dejaba de abrazarme, hasta que un amenazante gruñido nos separó de golpe, Miguel me hizo a un lado protegiéndome de la furia de esos espantos, que emitían sonidos espeluznantes, tomó la pala del jardín y golpeó el espejo con toda su alma, hasta hacerlo añicos, mientras que esos seres malignos salían de allí amenazando nuestros cuerpos, entonces Miguel vino a mí con tanto amor que hasta el mismísimo demonio se espantó, lo último que recuerdo de esa casa fue una luz penetrante hecha de fuego que sin más clausuró aquella puerta infernal, mientras que todo lo que quedaba a nuestro alrededor se desvanecía en el sepulcral silencio de la noche...
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita