Delicia de Mujer

En La Encantada estaba amaneciendo y aunque a duras penas se vislumbraban los primeros rayos de luz ya todo era brillo y color. Se respiraba alegría y en cada detalle se sentía la mano de Dios, que sin duda, al igual que el resto del pueblo, también se había despertado de muy buen humor y no era para menos porque sólo faltaban horas para celebrar el acontecimiento más esperado de los últimos veinte años, la boda de Julieta y Eduardo. Una parejita hermosa, hecha de miel, que se habían prometido amor desde que sus mundos tuvieron memoria. Todos en la Encantada estaban de fiesta, era un pueblo tan pequeño que si acaso se podían contar cien familias y un caimán, que había envejecido sin molestar a nadie y con el paso del tiempo hasta el estanque le quedó pequeño, pero eso nadie lo notó, porque había sufrido el mismo destino de los que se ponen viejos, quedó sumergido en el más profundo olvido, y aunque la gente sabía que todavía estaba allí ya nadie lo veía.
A diferencia de otros días esa mañana las horas pasaron demasiado rápido y la gente del pueblo se apuraba en acomodar los últimos detalles con sorprendente esmero; unos dedicaban sus esfuerzos en terminar los magníficos arreglos, con los que iban a vestir la pequeña capilla donde se oficiaría la misa, mientras que otros se concentraron en revisar sus sermones escritos con buenas intenciones y espléndidas palabras, el resto se esmeró en servir los más deliciosos manjares con los que iban a coronar el tan esperado evento. Nadie pudo resistirse a los suculentos aromas que poco a poco se fueron adueñando del aire, haciéndole la boca agua no sólo a quienes rondaran por allí, sino también a los que vivían a cientos de kilómetros de distancia, por lo que no faltó quien aprovechara los muy merecidos descansos para robar algo de los exquisitos platos, expuestos sobre las típicas bandejas de barro como si fuesen verdaderas obras de arte. Desfilaron en una infinita pasarela gastronómica cordero al vino, pisillo de venado, lomo de cochino y todos estaban ilusionados con volver a saborear las recetas que sólo estaban reservadas para ocasiones tan especiales como esa, la gente estaba tan distraída en sus tareas que nadie se dio cuenta cuando Julieta salió.

Julieta era conocida por su exótica belleza, una morena de ojos verdes que por más que se lo propusiera le resultaba imposible pasar desapercibida. Siempre se supo bella, por lo que era coquetísima y muy celosa, condición que lejos de molestar a Eduardo lo halagaba y hasta le parecía muy seductor el retorcido juego con el que Julieta lo sorprendía y al que cedía sin remedio a los caprichosos inventos de esa fértil imaginación. Esa mañana, la más importante de su vida, Julieta se entregó a la plácida tarea de preparar su cuerpo para una noche que desde hacía mucho tiempo se la había prometido al amor, frotó su piel con aceites delicados y comenzó a tejer en sus incontables bucles negros pequeñas orquídeas blancas que iban perfumando el aire que dejaba a su paso.
Cuando sujetó en su desordenado cabello la última flor, la invadió una terrible sensación de angustia que le secó la boca y por poco le perforó el estómago, Julieta sin saber cómo ni por qué, atravesó medio pueblo como si hubiese visto al diablo y en esa locura siguió corriendo por los caminos que la llevaban derechito a la casa de Eduardo, pero no tuvo que llegar tan lejos porque lo vio justo después de pasar el estanque, allí su corazón se desbocó al encontrarse con la imagen de un Eduardo que le costó reconocer, una imagen que parecía salir de su más inquietante pesadilla, lo vio como nunca lo hubiera querido ver: feliz, abrazando y cubriendo de besos a otra mujer, que además no podía reconocer y en ese instante sintió cómo la vida se le quebraba a pedazos ahogándola en una infinita desolación, le costaba respirar al ver que esos brazos que hasta ese instante habían sido su refugio ya no eran sólo de ella, ese deseado corazón en el que tantas veces había izado su bandera ya no le pertenecía, se torturó imaginando las promesas que sin saberlo había compartido con esa extraña y por primera vez quiso morir. Se quedó en silencio conteniendo la rabia y el dolor que ya empezaban a quemarla por dentro y sin pensarlo dos veces corrió y en cada paso veía como se iban cayendo todas las flores que había tejido con tanta paciencia, de pronto sintió que desaparecía en un hueco negro, en una terrible trampa que el destino le había tendido y quiso gritar con todas sus fuerzas, pero ya era demasiado tarde, sabía que nadie podía sacarla de allí.

Eduardo estaba en la puerta de la capilla impecablemente vestido, esperando con sus amigos el momento más feliz de su vida, aprovechaba para saludar a quien venía llegando y no dejaba de presentarles a Carolina, una bellísima sorpresa que llegó en el último momento, una mujer espléndida que había sido su mejor amiga en la universidad cuando estaba estudiando agronomía y se había casado con Miguel un muy exitoso empresario, que en aquellos días también fue parte de su muy reducido grupo de amigos y le había insistido a Carolina que no se perdiera la ceremonia, con la firme promesa de que él llegaría un poco más tarde.

Eduardo no le podía pedir más a la vida y en muy poco tiempo la capilla se llenó de gente, sólo faltaba la novia y sus suegros. Esperaron más de una hora cuando finalmente apareció el padre de la novia hecho un manojo de nervios, porque nadie sabía nada de Julieta; el vestido, el bouquet, los zapatos todo estaba intacto, tal y como ella lo había dejado, parecía que se había esfumado. Eduardo organizó a todos los hombres incluyendo al cura y los agrupó en un número par, de cuatro en cuatro, para abarcar de manera más efectiva un radio de búsqueda que cubriera a todo el pueblo. Las mujeres corrieron a la casa de la madre de Julieta para acompañarla y consolarla en este difícil momento.
Empezó a caer la noche y todos los intentos de búsqueda fueron inútiles, todavía no la habían encontrado, Eduardo sólo quería llegar a su casa, necesitaba estar solo y así se fue pateando el camino, inmerso en un sepulcral silencio, sintiéndose deshecho y en el colmo de la desesperación. No dejaba de darle vueltas a la cabeza pensando en cómo podía descifrar el misterio, tratando de entender qué le pudo haber pasado a su adorada, justo a unos metros de distancia antes de llegar a su casa lo sacudió un aroma que le recordaba tanto a ella, por fin en medio de aquél delirio, sintió algo que le resultaba refrescante, una pequeña esperanza y rápidamente buscó y buscó, hasta que clavó su mirada en el suelo y extrañamente vio unas flores blancas que parecían marcar un camino, pero la gloria no le duró mucho, empezó a sentirse indispuesto, mareado al percatarse de cuál era el destino final de ese extraño rastro, se le lleno el cuerpo de horror, sin mediar se paró frente a lo que más temía y tuvo que reunir todas sus fuerzas para aguantar lo que estaba presenciando: un mar de lágrimas que brotaban de los ojos del caimán, Eduardo completamente hundido en su estupor sintió un golpe fulminante que lo hizo caer de rodillas al ver que de esas aterradoras fauces, todavía abiertas, salía el alma liberada de su amada Julieta, una delicia de mujer que finalmente el caimán se había devorado, dejando como vestigio el suave perfume de las tersas orquídeas blancas, que poco a poco se iban apagando.

Me Perdí Buscándote y Nunca Más Encontré el Camino

Recuerdo que hace mucho tiempo atrás mi abuelita me premiaba al final de cada semana, con un bellísimo helado, de proporciones extraordinarias, mientras caminábamos por el boulevard de Sabana Grande. Un lugar que para la época conjugaba perfectamente con la palabra elegancia. Era precioso y muy llamativo no sólo por los innumerables neones que iluminaban las tiendas, sino también por sus calles, que estaban completamente empedradas. Allí fue donde desarrollé mi particular gusto por caminar, y también allí nació mi devoción por entregarme a las ciudades que te permiten gastar zapatos.
El boulevard de Sabana Grande tenía como veinte cuadras tan anchas, que nos hacía sentir que en esta ciudad había espacio para todo. A lo largo y a lo ancho de la calle se distribuían todo tipo de cafeterías, puestas al aire libre, donde podías ver gente jugando ajedrez, discutiendo algún libro de moda, pintando, encontrándose, enamorándose o simplemente disfrutando de un riquísimo café. El clima era perfecto para cualquier emoción que estuviera en el aire. Incluso para muchos inmigrantes era el encuentro de dos mundos, el mejor estilo europeo con la frescura de América. Qué más se podía pedir… Además como prueba de que el cielo existe, gozábamos de un eterno verano. Así era Caracas, la ciudad donde tuve el privilegio de nacer. Mi abuela y yo siempre encontrábamos el tiempo para disfrutar el ritmo contagioso de una ciudad sana, alegre y suspirábamos ante las impecables vitrinas, que presumían tener todo lo que mandaba el lujo y el confort incluyendo, para beneplácito de los turistas, finísima peletería. Era un lugar que te permitía sentir, pensar, soñar, amar... Todavía hoy me sorprendo al recordar cómo esas vitrinas me contagiaban con esa insaciable sed de tenerlo todo. Siempre mortificaba a mi abuela con cualquier capricho que se me pusiera por delante y nunca faltaban las confesiones de mi último anhelo y ella pacientemente se limitaba a sonreír, mientras me miraba por el rabillo del ojo asombrada de la facilidad que tenía su nietecita, para entrar y salir de una suerte de trance ocasionado por la interminable lista de las cosas que deseaba. Entonces me decía en un tono muy filosófico, casi de advertencia, Cuidado con lo que desees se puede cumplir... Y yo me quedaba sorprendida, porque eso era justo lo que quería, que se cumpliera no sólo ese, sino todos los deseos que salieran de mi corazón, por el resto de mi vida. Ella ante tal insistencia se rendía e inmediatamente buscaba hacia el este de la ciudad. Nada difícil en Caracas porque contamos con una montaña espectacular ubicada al norte, llamada El Ávila, que además de ser nuestra guardiana oficial, nos orienta fácilmente. Esa es la razón por la que en esta ciudad nadie se pierde. Mi abuela como buena caraqueña oteaba el cielo, buscando algo justo en el este, hasta que después de algunos tímidos salticos y pararse con cierta gracia sobre la punta de sus pies la señalaba emocionadísima, como si hubiese encontrado un tesoro. Era una espectacular luna llena, apareciendo entre los edificios y me decía, mientras la señalaba, si tanto lo quieres, pídeselo a ella… Cuando la escuché me pareció que esa sugerencia era más propia de una hechicera que de mi abuela, pero ese detalle lejos de desanimarme, alimentó todavía más las ganas de intentarlo. Así que eso fue exactamente lo que hice y sin proponérmelo mucho también fue el comienzo de mi extraño culto por la luna llena. Dicen que la luna llena puede traer ciertos embrujos para la gente que la contempla. Sin embargo, no existe ninguna teoría científica que pueda demostrar la veracidad de esta premisa. A pesar de esto siempre he sentido, gracias a mi abuela, que hay una extraña fuerza mágica que se desborda justo en luna llena. Si esto no fuera así jamás hubiésemos contado con una de las historias populares más fascinantes, que hemos mantenido desde la tradición oral, como lo es la del hombre lobo. Adoro esta historia no sólo por la fuerza narrativa que le exige a quien la cuente, si no por la contundencia con la que nos señala esa parte oscura que habita nuestro interior. Esto no quiere decir que esta condición que nos habita, sea buena o por el contrario sea mala. Es simplemente oscura. Pienso que son todas esas cosas que reprimimos por no tener el valor, la paciencia o el interés de enfrentarlas. Por alguna razón que desconozco y desde el fondo de mi corazón celebro, la luna llena tiene lo que se necesita para despertar a nuestros demonios, que no son otra cosa que nuestros deseos internos dispuestos a devorarnos vivos.
Eso fue exactamente lo que experimenté hace tres noches, cuando apareció una luna inmensa, casi surrealista frente a mi ventana. Igual a la de aquella tarde cuando estaba vagabundeando con mi abuela, y como si fuera una hechicera me habló de su poder. Entonces en vez de correr hacia mi cama y refugiarme en la seguridad de un sueño reparador, que para colmo me iba a ser de más utilidad al día siguiente, por la cantidad de trabajo que tenía pendiente. Me quedé allí parada, contemplándola, buscándole pelea. Corrí para abrirle la puerta del balcón, sabiendo en lo que me estaba metiendo y la invité a pasar. Cerré los ojos, abrí mi corazón y le susurré mi deseo con todas mis fuerzas. No hizo falta más. Algo en mi interior sabía, tenía la certeza que estaba concedido. Ahora tenía una sola cosa que hacer, esperar y eso fue exactamente lo que hice.

Al día siguiente me desperté bien temprano, casi de madrugada. Algo muy raro en mí, lo confieso. Puedo hacer cualquier cosa en esta vida, menos levantarme temprano. Es el mal que sufrimos todas las criaturas de la noche, los seres noctámbulos, que encontramos en el silencio de la noche una especial complicidad. A pesar del esfuerzo que hice para levantarme, me atrapó el tráfico infernal que sufre esta maltratada ciudad y aún así, por una vez, llegué a tiempo a la agencia de publicidad. Allí estaban todos mis compañeros, sentados en la mesa destinada a las reuniones donde se presentan los proyectos, con sus blackberryes sonando y sus interminables tazones de café, mejor conocidos como mugs, que a diferencia de nuestras coquetas y tímidas tacitas de café, los mugs parecen contener más que un sabroso brebaje, una medida de tiempo.
¿Qué haces tú aquí tan temprano? ¡No son ni las ocho de la mañana! ¿Le pasó algo a Kennedy? Me preguntó Miguel con su simpático sarcasmo. Cerré los ojitos con cierta picardía y le respondí Dejé a Kennedy ronroneando en mi cama
El resto del grupo celebró el ánimo con que empezó la mañana soltando una buena carcajada que nos servía para liberar la tensión que habíamos acumulado desde hace una semana y enseguida nos sentamos a revisar todo lo que habíamos hecho hasta el momento.
El proyecto publicitario que nos había asignado el Banco, nuestro principal cliente, era muy interesante. Se trataba de hacer una campaña que comunicara todos los beneficios de un banco, además de una manera original. Cada vez que un cliente me pide algo original, me asalta una extrema urgencia por preguntarle cuál es su concepto de originalidad. En vez de eso me muerdo la lengua y de esa manera no corro el menor riesgo de romper ninguna norma del protocolo. A pesar de esto debemos darle gracias a Dios que todos en la agencia tenemos muy claro que la originalidad es nuestra razón de ser. Nos ganamos la vida explotando lo que algunos neurólogos llaman el pensamiento paralelo. Desafortunadamente, los clientes suelen olvidarlo y dentro de sus múltiples exigencias la originalidad es un requisito que encabeza la lista de sus peticiones. Es como pedirle a un fabricante de la industria automovilística que el carro ruede.
En vez de quedarme rumiando las palabras del cliente y perder un valioso tiempo consolando a mi ego, vi en esta campaña publicitaria la oportunidad de consolidar mi nombre dentro de la industria y expandir mis horizontes. Desde hace tres años esa palabra me sonríe, expandir, expandir, expandir… Qué extraño no puedo ni siquiera pensar en esta palabra sin abrir los brazos. Debe ser una experiencia muy prometedora. Empecé entonces afinar mis sentidos, como si fueran una suerte de instrumento musical a punto de ser tocado, a cambiar de piel para convertirme en lo que necesitara convertirme para finalmente vencer y vivir mi propia expansión. El objetivo estaba claro y después de desechar muchas ideas, pensé en crear una comunicación en la que los valores de la marca llegaran más por inspiración que por repetición. Parecía un buen punto de partida. Me levanté de la mesa a premiarme con un buen café y llamé la atención del resto de mi equipo, que al igual que yo sentía la presión del tiempo aplastando sus hombros.

¿Qué les parece si jugamos con un símbolo que represente el espíritu de una época, que refleje los estandartes, los valores que hoy construyen nuestro universo como los derechos humanos, igualdad de oportunidades para todos, libertad, pero por encima de todo conquista, porque la conquista implica riesgo. Todo un tema en asuntos de dinero.
Entonces empezamos a tirar infinitas ideas sobre la mesa, que íbamos colocando en una pizarra como si fueran piezas de rompecabezas, hasta que finalmente apareció lo que andaba buscando, una buena excusa para perderme en la vida de un hombre que siempre vivió dos veces, una para la vida, otra para los sueños y eso lo convirtió en un ser absolutamente exquisito: John F. Kennedy.
Ya habíamos encontrado el protagonista de la campaña y para mi total sorpresa no tardé mucho en descubrir que de mi vida también

Llegué a casa temprano con unas inmensas ganas de consentir a Kennedy. Un extraordinario silvestre domesticus que tiene el arte de alegrarme la vida.
Me sumerjo en Aqua Viva, algo que inventé años atrás para vencer al cansancio. Es el baño más vigorizante que mortal alguno pueda disfrutar, y rendida, en un perfecto estado de relajación pensé en qué parte de la vida de Kennedy me hubiese gustado compartir. Sin duda como la esposa nunca. Tengo que admitir que Dios me dotó de muy poco talento para sufrir. Superar a Jacky era otra historia, una tarea que me tomaría la vida entera. ¡Qué desperdicio!
No había terminado esta reflexión cuando sentí un intenso escalofrío que recorría toda mi espalda. Algo me envolvió como un hechizo y de pronto el aire se impregnó con un aroma sublime, en el que se diluían la intensidad de la madera, el limón y el jazmín. Giré mi cuerpo muy lentamente y lo vi. Allí estaba, parado frente a mí el hombre que había hecho de América su propio Camelot.
No podía creer lo real que era esta visión. Lo joven que lucía. Sobre todo porque John F. Kennedy ya era todo un personaje cuando yo todavía me mojaba en las aguas de mi primera infancia. Ni hablar de la belleza de este hombre, me resultaba casi ofensiva.
Me quedé en blanco, no podía articular una sola palabra tratando de ponerle una camisa de fuerza a toda esa locura que tenía parada frente a mí. Entonces escuché su voz…, y la cabeza ya no me daba, ni siquiera para ordenar las palabras y entender lo que me decía.
Definitivamente estaba muy confundida y lo peor de todo es que tenía verdaderas razones para estarlo.

Él no me quitaba la mirada de encima y de pronto me pareció ver que sus ojos, sus maravillosos ojos, estaban llenos de risa. Entonces recuerdo que respiré profundo y allí fue que pude preguntarle con un hilo de voz
¿De dónde vienes del cielo o del infierno?
Soltó una carcajada que sirvió para sentarme de golpe en una pequeña silla que hasta ahora sólo había usado para poner cosas que no tenía donde ubicarlas.
Se tomó un instante y con mucho aplomo me contestó
No hay ninguna diferencia entre el cielo y el infierno. Están hechos de la misma sustancia…
Su respuesta terminó de romper el hielo y el camino que estaba tomando la conversación me pareció tan interesante que en un segundo recuperé la seguridad en mi misma. Sin el más mínimo temor le devolví la pelota y le pregunté
¿Qué sustancia es esa?
Con una energía totalmente desconocida por mí hasta ese momento, me sonrió y me dijo con toda su gallardía, el amor.
Su respuesta me dejó sin aliento. Obviamente mis inquietudes históricas quedaron hechas trizas. Después de escuchar algo así con qué cara iba a preguntarle por qué había perdido Bahía de Cochinos o cualquier otra imbecilidad que podía encontrar en un buen libro de historia. El tema que estaba sobre la mesa era sin duda, mucho más trascendente, más épico, por lo que no tuve ninguna duda en seguir halando el hilo de ese carrete
El amor siempre fue tu bandera. La cargaste sobre tus hombros cuando luchaste por la igualdad de todos los ciudadanos sin importar que fueran negros, latinos o inmigrantes. Siempre tuviste una especial sensibilidad por los menos privilegiados.
Me resulta difícil entender cómo llegué a sentirme tan cómoda hablando con él, al punto que me permito una carcajada, alcanzo una toalla mientras me pongo la bata. Me acompaña hasta la sala y con un toque de picardía le comento
Por cierto te sorprendería saber quién es el actual presidente de tu amada América.
John me devuelve la misma picardía
¿Un demócrata?
¡Mejor que eso! Un demócrata afroamericano.
Entonces veo como su rostro se ilumina, acerca una butaca y se sienta disfrutando el momento,
Vaya quien lo hubiera pensado… Cómo ha crecido América!!!
Me encanta ver como goza el momento y sin ánimo de interrumpir su éxtasis le pregunto
¿Qué fue lo que te hizo ser tan grande?
Morirme a tiempo.
Suelto otra carcajada
Perdona pero no estoy de acuerdo con eso...
Hay una herencia tuya que la uso cada día como mi piedra filosofal: “Nunca preguntes qué puede hacer tu país por ti. Pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”
Creo que con eso lograste algo muy importante, le cambiaste la mentalidad, la cultura, la forma de pensar a mucha gente. Les enseñaste que el mayor don que puede tener una nación es querer dar en vez de recibir. Ese es el secreto mejor guardado de todos aquellos que saben manejar el poder. Ese legado fue maravilloso.
Brindo por eso.
Nos quedamos quietos, en un cómodo silencio. Me levanto y voy hacia la cocina. John camina detrás de mi impregnando el aire con ese aroma que invita a pecar. Por Dios ¡que rico huele este hombre! Siento cómo me va anestesiando la voluntad.
Abro la nevera, saco un delicioso Carmeniere, mientras el me pasa dos copas, descorcha la botella con un garbo que difícilmente se puede superar y sin poder contenerme le comento
Nunca vi a nadie descorchar una botella así. Pareces más italiano que americano
Como americano soy un desastre
Nos reímos un buen rato. Sin duda ese es el tipo de hombre con el que cualquier fémina se permitiría cometer una locura, sin ningún tipo de remordimiento. Además quién iba a estropear un momento como ese con algo tan medieval como el remordimiento. Lo cierto es que por alguna razón los dioses habían besado mi mejilla, al regalarme esta experiencia y yo ya empezaba a creer que me la merecía.
Después de fundirme en su mirada, me permito un respiro. Esa bocanada de aire me rescata y sin ningún recato trato de inmiscuirme en sus amores, pero de una manera tan intelectual que yo misma me doy asco
¿Después de haber amado a tantas Diosas encontraste el camino de la iluminación?
Lo sigo intentando… El amor lo es todo, si mantienes esa llama viva tendrás la fuerza que necesitas para merecer el mejor secreto de la vida.
Termino el último sorbo de vino que queda en mi copa, mientras pienso en la fuerza de su mensaje. Una fuerte brisa golpea la puerta del balcón. Dejo la copa y corro a cerrarla, en ese momento escucho una antipática alarma. Son las seis de la mañana y apenas tengo una hora para salir a trabajar.

Pasaron semanas sin que hubiera en mi vida alguna novedad. Eso era lo más terrible que le podía pasar a alguien que vivió lo que algunos llamarían un encuentro cercano de tercer tipo. Cada día me levantaba con unas infinitas ganas de no tener ganas de revivir esa experiencia, pero todo lo que intentaba era inútil, clases de yoga, meditación dirigida, hasta los más increíbles masajes fueron a un saco roto. Nada me hacía sentir bien, nada me completaba. El colmo fue que casi cambié de religión con la fe de que un nuevo rosario me iba a devolver la razón. Pero nada de eso pasó. Estaba completamente perdida en ese desquiciado deseo: volverlo a ver. Y lo más triste de todo fue que el único Kennedy que aparecía de cuando en cuando por mi casa era mi gato.
¿Qué clase de conjuro lo había traído hasta mí? ¿Cómo podía resolver el misterio? Todo lo que pensaba era inútil. No me llevaba a ninguna parte. Lo único que me rescataba era la campaña publicitaria en la que estaba trabajando y como si fuera un castigo, el corazón de la campaña también era él. Entonces con la voluntad que me caracteriza, me concentré sólo en eso y le puse tanto entusiasmo, que ningún integrante de mi equipo pudo seguirme. Se volvió parte de la obsesión. Por lo menos tenía que reconocer que había algo positivo que actuaba a mi favor, el deseo que motivó toda esta locura de ganarme un premio para expandir mis horizontes, iba viento en popa. Ese pensamiento me hizo feliz. En ese momento mi mente se detuvo y se concentró en el último pensamiento que me había abordado, el deseo de expandir mis horizontes… De pronto sentí cómo se me cortaba el aliento. Empezaba a ver luz… ¡De eso se trataba! Eso era lo que había pasado, nos habíamos expandido a una dimensión totalmente desconocida. Sin embargo a pesar de mi esfuerzo al relacionar mi insólito encuentro con John Kennedy y la física cuántica me dejaba varada en el mismo sitio. La emoción de victoria no me duró mucho. Ese último atajo que había tomado con la física cuántica era algo difícil de entender, pero imposible de llevar a la práctica. Tenía que volver a empezar. Sin duda faltaba un elemento para encender la chispa que había expandido toda esa magia y mi tarea era descubrirlo. En ese preciso instante otra inquietud me tomó por asalto…,y si yo no tuve nada que ver. Si mi parte sólo consistía en estar allí lo suficientemente quieta, abierta como para facilitar el paso y que todo eso sucediera. Mi angustia empezó a crecer. No me podía resignar a no descubrirlo nunca. La alarma del celular me sacó del trance en el que estaba y me horroricé al darme cuenta de lo tarde que era, estaban por cerrar el estacionamiento y ya no quedaba nadie en la oficina, salvo Yolanda la señora que limpiaba, que por alguna razón ni siquiera notó mi presencia.
Para mi sorpresa el camino de regreso a casa estaba completamente despejado y en vez de distraerme con la gente, como usualmente lo hacía, voltié la mirada hacia dentro, a mi interior. Entonces empecé a disfrutar de una manera nueva, totalmente diferente la brisa fresca de la noche: algo se había renovado en mí y por alguna extraña razón me sentía mucho más ligera, era como si hubiera dejado todos mis pesares olvidados en algún cajón de mi escritorio y en ese momento no pude evitar pensar en Yolanda, la señora que limpia y rogué porque no se le ocurriera tocar mi escritorio, no fuera a ser que se le escapara algún tormento mío y me alcanzara justo llegando a casa. La preocupación no me duró mucho, porque algo en mí sabía, tenía la seguridad de que nada podía echar a perder ese maravilloso instante. Ahora que lo pienso, me pregunto por qué tardamos tanto en descubrir este maravilloso goce, si nos ha acompañado siempre… ¿Por qué nos costará tanto escuchar su voz? Qué importa… Lo único que podía reconocer en ese instante era que por primera vez en muchos días estaba sonriendo, sintiéndome plena, feliz. Será que la gravedad se concentraba en los malos pensamientos y cuando decidimos tener una mente mucho más ligerita, la gravedad se va desentendiendo de nuestro cuerpo. Por eso hay gente que parece tener los pies ligeros.
Estaba llegando a casa cuando sentí cómo si una ráfaga me agujereaba todo el cuerpo. Sin duda era su perfume. Me resultaba imposible no reconocerlo. En una sola inhalación traté de llenar todo mi ser con su esencia y por un instante creí que todos mis sentidos iban a estallar. Qué sensación tan divina; era algo así como una juguetona corriente eléctrica que me subía y me bajaba recorriendo todo mi cuerpo. Traté de correr pero me fue imposible, así que me conformé con apurar el paso. Cuando entré a la casa me extrañó verla tan vacía, pero no tuve tiempo para detenerme a revisarla, porque lo que realmente me importaba era él, tenía que volverlo a ver. Desde ese fantástico encuentro lo único que recuerdo fue desear con todas mis fuerzas volver a estar con él. Mi mente, mi cuerpo y mi alma estaban intoxicadas de John F Kennedy y al parecer no tenía remedio.
De pronto vi una luz plateada que lo iluminaba todo, era la misma luna que nos acompañó esa noche; el corazón se me llenó de nostalgia al revivir los mismos aromas, la misma atmòsfera que recordaba de esa noche. Todo era exactamente igual salvo por una cosa, faltaba él. Me senté en la misma butaca en la que se había sentado él y le vi la cara a la luna. Por un momento tuve la sensación de que la luna se estaba dirvirtiendo y la verdad es que ese jueguito, que todavía no sabía jugar,ya me estaba cansando. Me acomodé en la butaca y sin quitarle la mirada a la luna dije el más bello conjuro, que las palabras pueden crear. Había escrito muchas campañas publicitarias, técnicamente había vivido de las palabras, conocía su poder, sabía que si se tenía la inspiración para ordenarlas y la emoción para decirlas, todo estaba dado, ni la magia podía resistirse. Los árabes han sido muy sabios al reconocer su extraño poder. Ellos le tienen tanta fé a la palabra que cuando insultan a alguien, el agredido se agacha, para defenderse de las palabras hirientes como si se tratara de navajas afiladas, capaces de cortarles la vida.
De pronto me volví a llenar de bienestar, ya no estaba sola, una bella melodía que se escapa de algún balcón vecino me hacía compañía, se trataba de la más increíble versión que jamás había escuchado de Serenata a la Luz de la Luna. Me tomé el tiempo para disfrutarla, cuando sentí sus manos en mi piel. Lo único que puedo decir es que ese momento fue absoluto. Por primera vez supe lo que era tenerlo todo. Ese momento fue tan inmenso que me desbordó. Ahora sé que la felicidad mata, se necesita una cierta preparación espiritual, física y mental para sobre llevarla sin que nos ocasione ningún daño. Con razón la felicidad absoluta no le llega a todo el mundo, sólo está reservada para los seres más evolucionados, dentro de los cuales lamentablemente nunca figuré.
Lo que experimente fue tan intenso que sentía que todo mi ser se hundía.
Como si la gravedad se me hubiera volteado y ahora tenía diez veces el peso de mi cuerpo sobre mí. La emoción era tan fuerte que el aire no me llegaba, la experiencia se me hacía cada vez menos respirable. Entonces en ese instante recordé las palabras de mi abuela cuando me dijo:”Cuidado con lo que desees se puede cumplir”,
sería el deseo el que me estaba asfixiando, el que me estaba vaciando la vida.
A lo mejor esa era la mejor explicación de lo que me había pasado todo este tiempo, lo que me había estado anulando, pero ya no me sentía vacía todo lo contrario me sabía completamente llena. Estaba feliz y son los momentos felices los que nos llenan de vida. Nunca me había sentido tan viva. Junté todas mis fuerzas para levantarme de la butaca, fui a mi cuarto y también me extrañó verlo, porque estaba sorprendentemente vacío, lo caminé en silencio y fue cuando lo entendí todo:
Llegué hasta el espejo, necesitaba verme, reconciliarme conmigo misma, con lo que recordaba de mí misma. Pensando en eso hice un esfuerzo sobrenatural por intentar dejar a la interperie una esquinita del espejo, que ahora estaba cubierto por una sábana vieja.
Lo que vi no fue fácil de aceptar porque esa imagen no tenía nada que ver conmigo. No me reflejaba en nada, no era ni remotamente lo que yo recordaba de mi misma. Pero ¿hace cuánto no me veía en un espejo como para resultarme completamente ajena, tan irreconocible?
Me invade un profundo silencio. Me tomo el tiempo que necesito y vuelvo a mirarme otra vez. Entonces lentamente empiezo a sentir familiaridad con el tenue reflejo del espejo, reconozco algunos rasgos de mi rostro pero no como fui, sino como soy ahora, el fantasma de mi misma.

Las Mulatas de Fuego


Caminar por el puerto de Orinoquia y mezclarse entre la gente, incluso antes de que salga el sol, es una experiencia de infinita belleza para cualquier mortal, sólo se necesita una cosa: estar dispuesto a compartir y celebrar lo que traiga la marea, una tarea que aunque lo parezca no es tan fácil de cumplir pues exige entregarnos a la maestría de dejarse llevar y eso es algo que demanda un particular espíritu que incluye esa soltura que imprime un cierto aire de a mí qué me importa, con el que nunca nos tomamos nada demasiado en serio. Para todos los que hacen vida en el puerto de Orinoquia, hay algo casi contagioso que marca el latido de su existencia: el ritmo con el que suceden las cosas. Todo pasa en un instante, en un tempo. Es como si la cotidianidad estuviera marcada por un son que invita a bailar, a desatarse, a vibrar.

Quizás se deba a que en este lugar todo se mueve: el agua, los barcos, el viento, la gente, porque en Orinoquia todo respira. Este puerto tiene la chispa de poner en claro que la vida se trata justo de eso, de respirar y mientras más hondo mejor.
Otra de las cosas maravillosas, que hacen de Orinoquia un lugar único, es su manera de envolver a quien lo visite y ni hablar de aquellos que lo habitan, todos sin excepción quedan sumergidos en ese torbellino de colores, olores y musicalidad, que despliegan cinco hermosas hermanas, mejor conocidas como las mulatas de fuego, y constantemente renuevan el puerto con su energía, mientras atienden sus muy pintorescos tarantines, hechos de palos de madera, hojas de palma y retazos de trapos de infinitos matices. Ellas son un punto y aparte y van a su aire desprendiendo ese rico aroma a coco, con el que impregnan todo el lugar. Llevan la piel lustrosa, de color chocolate tan hermosa y brillante que a más de uno se les ha resbalado inútilmente el deseo de perderse en ellas.

Cuenta la gente de por aquí que son las hijas del río y la verdad es que hasta donde da la memoria, son las únicas mujeres que han estado en el puerto desde siempre. Ellas tienen a Orinoquia en la sangre, son puro movimiento, puro bamboleo, como si llevaran las olas del río por dentro. Esto sin duda, ayuda a más de uno a saciar la curiosidad por saber de dónde les viene ese fantástico ritmo que tienen al caminar. Quienes las miran quedan extasiados con ese tumbao ardiente, que chisporrotea como el fuego y por un buen rato se contagian de esa alegría dulce como el río, les crecen las ganas, les sonríe la vida hasta que ven naufragar sus más íntimas tristezas.

En Orinoquia nunca falta una tarde ociosa en la que los ancianos se sientan en el muelle para hablar con uno que otro recién llegado, esos viajeros que se bajan de sus barcos para quedarse un buen rato parados con las rodillas dobladas, urgidos de anclar sus cuerpos a tierra, intentando parar su agitado balanceo. No importa de qué parte del mundo vengan; sea del norte, sur, este u oeste, pues todos siguen el son del río y quedan embrujados cuando tienen las suerte de presenciar cómo el viento juega con las coloridas faldas que abrazan las magníficas caderas de aquellas mulatas que adornan el lugar. Todos los que llegan saludan a los viejos con simpatía y no pasa ni un segundo sin que pregunten por ellas, entonces ellos sonríen y muy a menudo les advierten, con la autoridad que les dan los años vividos, que desde que el puerto es puerto las mulatas de fuego han estado en Orinoquia, vendiendo todo lo que se pueda comprar, desde pescado, hierbas, tónicos, infusiones, caramelos, incluso telas, cremas, perfumes y hasta se cuentan entre sus mercancías las almas de algunos inocentes, que por error o por capricho, se quedaron sin rumbo.

Los recién llegados o viajeros como los llama la gente del puerto se limitan a sonreír sin la menor malicia, quizás pensando en que esa tontería que acaban de escuchar, son cosas de viejos y nada más.
Lo cierto es que una tarde llegó al puerto de Orinoquia un velero que por su gran tamaño requería de un capitán diestro capaz de atracarlo en el único espacio disponible que habían dejado los marinos que capitaneaban los buques de carga.

La gente se percató de su destreza y en silencio se dedicaron a pasar la última hora del día viéndolo arribar. Era magistral la forma en que este hombre lanzaba dos cabos, mientras aproximaba con una absoluta precisión sin dejar de luchar contra la deriva de la corriente, bajó rápidamente las velas antes de que el viento empezara a soplar de barlovento, y le hiciera la tarea todavía más difícil.
Finalmente aseguró su velero a puerto, se colgó una cesta del pecho y se bajó.
Era un hombre joven muy curtido por el sol, bastante alto para el tamaño promedio de los que habitan en el puerto de Orinoquia, de contextura delgada o más bien atlética y dejaba claro que no tenía la menor intención de soltar esa sonrisa inmensa con la que conquistaba a primera vista.

Sólo le bastó un salto sobre el muelle para sacudirse de encima el cansancio y con el mismo ritmo que distinguía a la gente local, caminó descubriédolo todo con esos increíbles ojos aguamarina que en ese sitio nadie había visto jamás. Todo en este hombre era adorable. Saludaba con el ánimo contento, sin importar quién se le cruzara por el camino. Piropeaba a las viejitas, sorprendía a los niños con simpáticos trucos y repartía sonrisas a diestra y siniestra, como si fueran caramelos que endulzaban el aire un poco semidulce y otro poco semisalado del puerto de Orinoquia.
Orgulloso de todo lo que lo rodeaba llegó al tarantín de las mulatas de fuego, se quitó del pecho la cesta y empezó a recitar el rosario de cosas que necesitaba. Ellas parecían inmunes al imán seductor de este hombre y con la usual cortesía con la que trataban a cualquier cliente que se parara a comprar, empezaron a llenar su cesta.
Las cinco hermanas acostumbradas al ir y venir de cuanto extranjero pasara por allí, lo atendieron sin establecer ningún vínculo, apenas le correspondieron con una escueta conversación, en la que prescindieron de todo lo que les parecía innecesario en cualquier idioma, empezando por los adjetivos y terminando con los artículos. Todo lo que a estas mulatas le sobraba en belleza, les faltaba en elocuencia. Así eran ellas y por alguna razón esta condición multiplicaba todavía más el extraño poder que ejercían sobre los hombres, que no podían dejar de soñar con ellas, incluso desde su primer encuentro.

Juan, el hombre del velero, como tantos otros, había quedado absolutamente perturbado después de conocerlas y no dejaba de recorrer en su memoria los detalles que pudieran descifrarlas, entonces se percató de que todos sus intentos por acercarse a las cinco hermanas de fuego, habían sido una completa pérdida de tiempo, para ellas él era completamente invisible.

Juan no sabía darse por vencido, al día siguiente se despertó con un nuevo norte, un claro propósito de vida, enamorar a la menor de las hermanas. A la que había oído llamar Marina, una jovencita de unos veintitantos, que había logrado conseguir en un segundo lo que otras tantas no habían conseguido nunca, cautivar su corazón.
Desde que vio a esta muchacha en el tarantín, ordenando las cosas dejadas por sus hermanas se hizo adicto a la sensación de caída, que le producía su recuerdo.
Toda la belleza que ese ser emanaba se podía reducir a una sensación embriagante, muy parecida al estar arropado por una suavidad infinitamente cóncava, y en el momento en que la sintió supo que siempre la había deseado.

En lo que concientizó lo que estaba sintiendo algo le explotó en el pecho y se le impuso una urgencia por correr, por llevarse de allí sus locos deseos lo más rápido posible, pero se dio cuenta de que nada en él podía obedecer la simple orden que su cordura le pedía a gritos.
Se quedó inmóvil, pensando en la mulata, en Marina y en ese momento entendió que ante algo así sólo quedaba una cosa, entregarse a su propio destino, sin pelear. Se resignó entonces a vivir lo que tuviera que vivir, sin medir las consecuencias. Tenía la suficiente sabiduría para aceptar que eso era justo lo que le había traído la marea, aquella tarde, cuando atracó en el puerto, justo antes de que cayera la noche.

Al día siguiente se levantó muy temprano, volvió al tarantín y con una sonrisa que derretiría a cualquiera, saludó a Marina, la llamó por su nombre e hizo todo lo posible para atraparla en una conversación. Quería contarle tantas cosas… Quería decirle cómo era el otro lado del mundo; los manjares que había probado, la música que había bailado, la gente que había abrazado. Tenía que hablarle de las solitarias batallas que enfrentó mar a dentro y cómo había escapado más de una vez de la furia de las olas, necesitaba convencerla de su heroicidad, explicarle todo lo que se había esforzado para mantener la cordura en aquellas travesías imposibles, en que ni la muerte se atrevió a acompañarlo y confesarle que con sólo conocerla y pronunciar su nombre había sido suficiente para perder la razón.
Marina por primera vez lo miró largo y para sorpresa de Juan, ella ni siquiera se molestó en contestarle. Sin cruzar una palabra lo dejó plantado, mientras que salía del tarantín, apurando el paso y perdiéndose entre la gente. Juan se sintió como el perfecto idiota y lo que más le dolía era su incapacidad para entender la facilidad con que esa chiquilla lo había hecho trizas.

Una voz ronca, casi aterciopelada lo sacó de su frustración. Era Coral la mayor de las mulatas de fuego. Se le acercó más allá de lo que el decoro permite, le ofreció una cálida sonrisa y sin más preámbulos le dijo casi en tono de advertencia,

Ella no es pa’ ti. No te involucres… No cambies tu destino.

Lo peor de todo es que cada célula en él lo sabía, pero había algo en esa muchacha que no lo dejaba seguir adelante, que lo retenía.

Era la primera vez en toda su vida que no jugaba el papel de cazador porque esta chiquilla se le adelantó y ya lo había cazado. Salió rápidamente del bullicio del puerto y empezó a poner sus ideas en orden. Sabía que lo mejor que podía hacer era irse de allí. La obediencia, después de todo, rinde sus frutos. Se tropezó con una que otra turista que le sonreía, mientras él caminaba distraído recorriendo el interminable muelle que lo llevaría sin remedio a su velero, y sin poder dejar de pensar en voz alta, se decía a sí mismo

Necesito sacármela del cuerpo, seguir mi camino.

Marina… Marina… susurraba su nombre...

Eres como el olor del agua de río que nunca se quita.

Un chapoteo lo sacó de su melancólico trance, alzó la vista sobre el horizonte y por gracia de Dios o quizás del diablo fue testigo de un espectáculo que lo cambiaría para siempre. Allí, a unos cuantos metros de distancia, estaba Marina nadando entre lo que en principio le pareció unas inmensas colas de pescado. Discretamente se acercó un poco más y sin poder creer lo que estaba viendo, se quedó hipnotizado cuando en el agua vio una fiesta de toninas, que tímidamente jugaban con ella. Sacaban sus aletas, sacudían el agua con sus colas y envolvian a Marina con la gracia de sus arqueados cuerpos.

Se quedó un buen rato contemplándola, celebrando aquella fiesta y decidido a llegar donde tuviera que llegar, Juan empezó a quitarse primero los zapatos y después la franela, se paró en el borde del muelle y se zambulló entregándose al río, sabiendo que desde ese momento no había manera de encontrar el camino de regreso.

Marina se acercó despacio y por primera vez lo miró con ganas, mientras lo hundía suavemente en el agua, enrollándose en su cuerpo. La sensación era indescriptiblemente intensa, grandiosa. Sabía que nunca más sería el mismo, pero también sabía que si por algo había valido la pena vivir era justamente por ese momento. Su suerte ya estaba echada.

Pasaron los meses en el puerto de Orinoquia, marcado por ese ir y venir del tiempo, de la gente, de las olas. Todo seguía latiendo y el pueblo entero estaba entusiasmadísimo porque ya había llegado la época de celebrar la feria del pavón, un fiestón en el que todos cantaban, bailaban y preparaban ese sabroso pescado de río, en hojas de plátano y no había mortal que se quedara con las ganas de chuparse los dedos.

Las mulatas de fuego, como todos los años, se sumaron a la fiesta, pero algo había cambiado en el puerto de Orinoquia. Desde hacía poco tiempo las mulatas de fuego ya no eran cinco. Ahora tenían un nuevo miembro en la familia y todas estaban enloquecidas, babeadas con una pequeña mulatica.

Desde el día en que nació , Marina como si se tratase de un ritual, la lleva todas las tardes a la orilla del río y la pequeña en lo que siente el chapoteo del agua rompe a llorar.
Cuentan los viejitos del puerto que en lo que se escucha el llanto, aparece un hermoso tonino, para robarle las dulces lágrimas que brotan de sus extraños ojitos aguamarina

La Casi-Casi

Las seis de la tarde siempre ha tenido un especial significado; es la hora conflictiva, la ruptura entre dos mundos, la inevitable derrota que lucha con toda su intensidad en el inútil intento de no morir. Cuántas veces no la hemos visto lanzar desesperados rojos, naranjas, magentas mientras que la noche con la determinación de una guerrera, la va devorando, apagándola por completo, antes de instalar su dominante oscuridad, y proclamarse vencedora. Algunos dicen que esta hora es muy peligrosa porque hace que las cosas parezcan lo que no son.


Quizás esa fue la razón que indujo a Nieves a escoger ese momento para esparcir las cenizas de un fuego que todavía le ardía por dentro y declararse oficialmente viuda. Seis de la tarde, la hora más íntima del día, en el silencio ensordecedor de aquella extraordinaria sabana, llano adentro, que le resultaba tan inmenso como su pena. - Nieves, Nieves no llores más, se decía a sí misma tratando de atenuar el dolor que la inundaba por dentro. Fue su hora negra, la más difícil, la hora del adiós y así terminó la tarde más triste de su vida.


Otro horizonte, el mismo día pero treinta años antes el escenario que ofrecía Europa después de la segunda guerra era completamente devastador, le encogía el corazón hasta al más plantado, había hambre, miseria, enfermedades y la mayoría de los países estaban en bancarrota e Italia no fue la excepción. La ruina económica causó más daño que las propias bombas y la gente no veía salida, casi todos se sentían perdidos ante una de las experiencias más telúricas que el hombre pueda vivir: la guerra.


Estas fueron las circunstancias en las que Laura se hizo mujer, una joven de unos veinticinco años, dueña de una belleza tan extraordinaria, que ni el hambre ni la miseria pudieron dejar huella. Tenía unos peligrosísimos ojos verdes, un cabello intensamente negro, que le enredaba la mente a cualquiera. Su piel impecablemente blanca asomaba la picardía de un lunar que casi le mordía el labio, pero lo que la hacía todavía más hermosa era su determinación, hacía tiempo le había perdido el respeto al miedo y eso se notaba con solo mirarla. La única cosa que mantenía esta hermosura en pie era la ilusión de viajar a un país nuevo, fresco, donde todo estuviera por suceder, tanto lo deseó que un día una amiga de su madre comentaba en la cocina de la casa, que en Venezuela están visando gente dispuesta a trabajar, a Laura se le encendieron los ojitos y sin perder tiempo hizo todo lo que le pidieron, llenó infinidad de papeles, se vacunó, empacó sus cosas y se largó.


La emoción de llegar a Venezuela para la mayoría de los extranjeros solo era comparable con la sensación de una montaña rusa. El barco llegó de noche y todos los pasajeros lo supieron al distinguir las pequeñas lucecitas que parecían estar incrustadas en la montaña. Todos estaban emocionados ante la belleza que tenían frente a sus ojos. Unos hablaban de que así era el norte de Italia, otros las comparaban con un nacimiento, y a la gran mayoría les recordaban los Alpes, pero la decepción les fue llegando a cada uno de ellos en la medida en que se revelaba el día. Entonces se dieron cuenta que esas lucecitas no eran otra cosa que los bombillos desnudos de unas casitas horribles, bastante mal hechas construidas en el borde de la montaña desafiando la gravedad y otras leyes, pero lo peor de todo fue sentir que la miseria de la que habían escapado con tanto apuro los había vuelto a alcanzar. Más de uno comentó con tristeza:


- ¿A dónde hemos venido a parar?


Ese sentimiento les duró muy poco, en lo que hicieron aduana y salieron para Caracas en los autobuses que el gobierno de Pérez Jiménez había dispuesto para ellos, se dieron cuenta que un país que tenga una autopista tan moderna como la que los conducía a la capital debe ser muy rico, se perdieron en el paisaje pensando que las cosas no podían ir tan mal y volvieron a respirar. Laura estaba extasiada disfrutando los nuevos aires de cambio. No dejaba de parlotear en el autobús con un joven del ejército, que estaba encantado con ella y se esmeraba en enseñarle algunas palabritas en español. En este país se siente un fuerte olor a futuro, pensaba ella, mientras seguía gozando de todo lo que le ofrecía su nueva tierra.


A pesar del tiempo transcurrido a Nieves no se le secaban las lágrimas, siguió llorando el amor de su vida mientras se preguntaba si en toda pérdida hay una gran liberación, qué ha pasado con la suya, y después de estar mes tras mes vestida con sus mejores galas, esperando a la dichosa liberación, no dejaba de pensar qué la habrá retrasado tanto Así que después de pasar casi un año entregada a los rezos, los santos y las velas, esperando que ellos hicieran el milagrito, decidió ser ella misma quien exorcizara esa tristeza y tomar las riendas de su propia tragedia hasta ponerle un punto final.


Así pudo enfrentar todo lo que en este tiempo estuvo evitando: aceptar que ya no tenía dinero. Condición difícil para una mujer que en asuntos económicos mucho nunca fue suficiente. La lista de las cosas que se perdieron por malos negocios fue interminable. Lo peor de todo es que él nunca le dio una señal. Si por lo menos hubiera tenido la decencia de morirse de un infarto o de un ataque de pánico, ella más o menos hubiera intuido que las cosas en los negocios no iban muy bien, entonces jamás se le hubiese ocurrido tomarse la licencia poética de llorarlo por casi un año. Se murió por un accidente y como todo accidente el suyo también fue arbitrario, absurdo y devastador, se murió con un trozo de carne atragantado en la garganta, mientras disfrutaba de una animada parrilla en el hato que recién habían perdido hacía dos días y pensaba perdimos el hato, porque a estas alturas todavía le resulta imposible desprenderse del plural. El sentimiento que le produjo saberse en bancarrota fue tan terrible, como la infinita soledad que se instaló en su vida para quedarse.


Pasaron unos cuantos años antes de que a Laura se le despertara el hambre por el dinero. Había empezado a defenderse económicamente en este nuevo país llamado Venezuela, que no le era difícil sentirlo como suyo. Trabajaba de niñera en la casa de una familia muy pudiente ubicada en el Paraíso, una urbanización espléndida en la que además de sembrar exuberantes palmas, los dueños habían plantado tremendos caserones.


Allí empezó a declararle la guerra el gusanito de la ambición, aunque Laura ganaba bastante bien para ella no era suficiente, ni siquiera le importaba que el trabajo le resultara cómodo, pues sólo tenía que cuidar a un encanto de niña de unos seis años, que además estaba muy bien educada y era el tesoro de la familia; cuando no se la peleaban los tíos, se la quitaban los abuelos, esa era la principal razón por la que Laura tenía tanto tiempo libre y lo destinaba a pensar en cuál podría ser la mejor manera de hacer dinero rápido, esa era su única urgencia. Laura salió un domingo a tomar café con unas paisanas y se enteró que había un lugar muy lejano, llamado La Paragua donde podía levantar una fortuna de la noche a la mañana. Laura estaba embelesada con lo que acababa de escuchar, era justo lo que había estado buscando desde el día en que llegó. Usó el tiempo libre del que disponía para ir a la biblioteca y leer todo lo que los libros podían decirle de ese lugar. No encontró mucho, a duras penas su ubicación geográfica y el resto se lo preguntó a su amiga, quien le dijo exactamente lo que ella quería escuchar


-Es un pueblo minero, te vas para allá unos meses, el tiempo justo para hacer dinero y regresarte con los bolsillos llenos de oro. Nadie se va a enterar de cómo lo conseguiste y con ese porte que Dios te dio bambina te va a ir muy bien, ya lo verás. A la semana siguiente Laura ya estaba montada en la avioneta que la llevaría al lugar que cambiaría su suerte.


Nieves nunca se imaginó lo que vendría después de recibir una insólita llamada telefónica, en la que le informaban que era la propietaria de una avioneta Cessna monomotor 206 y lo único que le exigían era sacarla lo antes posible del hangar que estaba ocupando en Ciudad Bolívar. Los antiguos dueños necesitaban el espacio.


Nieves no salía de su asombro mientras colgaba el teléfono. Llamó enseguida al socio de Carlos, su difunto esposo, y le preguntó si sabía algo de una avioneta, él no dejó que terminara la pregunta y le contestó:


-¡Claro! Esa avioneta se la dieron a Carlos como pago por un ganado que vendió en el hato y quería dártela en tu cumpleaños.


Nieves tuvo que admitir que Carlos incluso después de muerto, seguía sorprendiéndola. Se entregó por completo a su nueva tarea, nunca esperó que algo así le devolviera el aliento, y la hiciera sentir tan contenta, estaba encantada con su nuevo proyecto, al que le puso todo el corazón y después de muchas llamadas finalmente encontró en el aeroclub Caracas al piloto que le habían recomendado. Una semana más tarde salieron el piloto y Nieves rumbo a Ciudad Bolívar, a buscar su inesperado regalo de cumpleaños.


No tardó en descubrir lo que Carlos supo desde siempre, que volar era su vida. La única cosa en el mundo que no podía dejar de hacer. La sensación de treparse por las nubes, sólo podía ser superada por una noche de amor, pero eso era algo que estaba muy lejos de ella en ese instante, así que por los momentos, se conformó con aprender a volar.


Cada vez entendía con más claridad que el arte está cerca del cielo, cuánta razón tienen los ángeles pensaba ella. De hecho su vida volvió a comenzar el mismo instante en que gritó libre antes de encender el motor y hacer girar la hélice. Qué bonito eso, qué alegórico pensaba para sí, adoraba gritar fuerte y claro aquella palabra tan hermosa: libre, antes de girar la llave y encender el avión. En la práctica la idea es avisarle a cualquier transeúnte despistado, que hay un avión a punto de hacer girar su hélice y evitar de esa manera que alguien quede rebanado. Para Nieves era mucho más que un alerta, era un mantra que se repetía una y otra vez que con solo pensarlo le salían alas.


Las difíciles circunstancias que Nieves estaba atravesando la obligaron a volar para La Paragua, un lejano lugar situado entre ciudad Bolívar y Canaima, ella sabía que era un pueblo minero sin ley, solo entran aviones pequeños, porque es un sitio tan extremo para aterrizar, que sólo los pilotos locos o los muy necesitados son los que van para allá, por una sencilla razón no existe aeropuerto alguno. La Paragua sólo tiene una calle que ni siquiera conoce el asfalto, es de tierra y para hacerlo todavía más interesante tiene quioscos instalados de lado a lado, entre los que hay una barbería, una casa de empeño, una bodega y una tienda de licores. Allí se pelean el espacio las gallinas, los perros, la gente que monta motocicleta con casi toda su familia abordo y por supuesto los aviones, que tienen por norma hacer un vuelo rasante antes de intentar aterrizar, lo que quiere decir en cristiano volar lo más bajito posible para espantar cuanto obstáculo exista, despejar el área y después de encomendarse a todos los santos poder aterrizar.


Es un trabajo duro que exige muchísima experiencia, porque además el avión va pesadísimo debido a la carga que lleva: dos tambores de combustible completamente llenos, equipos de minería y algunas cajas de enlatados. La razón por la que lo pagan tan bien es que en La Paragua todo lo compran a precio de oro, sobre todo el combustible. El único requisito es que el piloto tenga muchísima experiencia volando, y desarrolle la malicia que se necesita para aterrizar un avión donde no hay un aeropuerto.


Aunque Nieves no cumplía con esta última condición, apenas comenzaba a volar sola, no dejó que ese detalle acabara con su única fuente de ingresos. Contuvo la respiración y mientras se repetía una y otra vez: tengo que poder, tengo que poder, exigiéndole al motor todo lo que daba, bajó la nariz del avión e hizo un vuelo rasante limpio, espantando todo lo que encontró en su camino. Entonces, se dio cuenta de que las alas del avión apenas cabían por la estrechísima calle que estaba sobrevolando, apretó los dientes hasta hacerlos chirriar, porque sabía que el exceso de velocidad que llevaba, no le perdonaría el más mínimo contacto con la infinidad de cosas que tenía que esquivar.


Para Laura no fue nada fácil transitar la vía que la llevaría hasta La Paragua, atravesar el Atlántico había sido mucho más gentil; sin embargo tantas horas brincando por esos malos caminos, muy lejos de amedrentarla, le sirvieron para invocar a la guerrera que la había acompañado siempre.


Después de más de dos días de viaje, finalmente llegó cuando apenas empezaba a caer la noche. No entendía la manera en cómo esa tierra sudaba. Nada de lo que había visto en esta vida le sirvió para defenderse de un lugar como ese, todo a su alrededor era muerte y devastación, aunque Laura había vivido una guerra esto era completamente distinto; la tristeza que envolvía a La Paragua se sentía totalmente diferente a la que había dejado años atrás en su pueblo cerca de Padua en Italia. A lo lejos Laura distinguió un tumulto de personas y no tardó mucho en darse cuenta que había llegado en el peor momento, pues toda la gente del pueblo estaba en un entierro. Caminó por el único paso que tenía La Paragua, y digo paso porque otros sinónimos como caminos, carreteras, calles o rúas simplemente no existían en ese lugar. Laura no había dado ni diez pasos cuando se cruzó con un hombre de edad indefinida, muy curtido por el sol. Era fácil ver que la gente en ese lugar envejecía prematuramente, todo en el trópico es así, pensó Laura, se pudre rapidito y en ese momento supo que tenía que cumplir su propósito muy pronto, para salir de allí antes de que ella también terminara devorada por ese lugar. Saludó al hombre y siguió caminando, pero Laura no se le pudo escapar tan fácil


-Mi nombre es Juan señorita, ¿qué la trae por aquí?


Ella sin saber qué decirle y tartamudeando un poco le contestó:


-negocios


Sin esperar respuesta siguió caminando, Juan la alcanzó de nuevo y le comentó:


-acaban de enterrar a Doña Flor, una mujer que le había hecho la vida más bonita a más de uno en su paso por este pueblo olvidao por Dios, ¿sabe? Cómo la vamos a extrañar. Fue la más hermosa Madame que se vio por aquí. Yo no sé que van hacer sus niñas, como ella las llamaba, les va hacé mucha falta


Laura le brindó una tierna sonrisa, apuró el paso para hablar con una de las niñas de La Paragua y preguntarle dónde podía pasar la noche, con nosotras se apuró a decirle Cruz quien además la ayudó con la maleta y en nada Laura estaba acostada en el catre del cuartico del fondo.


La claridad del día tenía un efecto devastador sobre ese lugar, pero Laura no podía desperdiciar el tiempo pensando en esas pequeñeces, había conversado con las muchachas de Doña Flor, quienes la habían invitado a quedarse en la casa de la Madame, obviamente la estaban ensalzando, pero Laura muy lejos de molestarse quedó muy agradecida y salió de la casa a explorar el lugar. En la puerta la estaba esperando el mismo hombre que la había interceptado la noche en la que llegó, se le paró y le extendió la mano


-Soy Juan señorita ¿se acuerda de mí, verdá?. Nunca había visto a una mujé tan bella como usté, ¿sabe?.


Laura le agradeció el piropo con un bonito gesto y cuando iba a seguir su camino, el hombre se le paró enfrente, sacó de un bolso un frasco de mayonesa repleto de piedritas muy brillantes y se lo mostró .


-Si usté pasa una semana conmigo todo lo que ve aquí será suyo


Laura no podía creer su suerte, solo le bastó un instante para que le empezara a hervir la sensación afrodisíaca que le daba el brillo del diamante. Era casi incontable la fortuna que contenía ese frasco sucio. Sólo tenía que sacrificar una semana de su vida, aunque sabía que por esa fortuna sería capaz de dar mucho más. Había pasado el tiempo acordado y Laura cumplió su parte. Juan la acompañó de vuelta hasta La Paragua y cuando finalmente llegaron Juan comenzó a bordearla, a jalarla, a bailarla y sin quitársele de encima la abrazó, la besó y se despidió. Laura al ver que se alejaba, le gritó con toda su alma


-¿Juan y mi paga?


El se devolvió corriendo, la alcanzó muy sonriente y le preguntó ¿Por qué una mujé nunca sabe lo que lleva en la cartera? Ella no tuvo más remedio que reírse cuando revisó su bolso y vio el tan deseado frasco de mayonesa cargado de piedritas brillantes y tuvo que reconocer que Juan tenía una habilidad única con las manos, hasta le pareció un mago. Laura lo vio partir y fue al tarantín donde le compraban los diamantes a los mineros de por allí, era algo así como la casa de cambio de La Paragua, se acercó con un pasito alegre, mientras decidía qué parte del mundo le gustaría visitar. Regresar a Italia era una opción, pero no la que más le sonreía; entonces pensó en algo más cerca, en Río de Janeiro; sin ninguna duda ese era el lugar, le encantaba el ritmo y el color de los brasileros. Llegó al tarantín sacó muy discretamente sólo unas pocas piedritas del frasco, a duras penas lo que le alcanzaría para pagar el regreso a Caracas en avioneta, ni loca volvía a recorrer ese espantoso camino de tierra en otra cosa, y con mucho apuro saludó al señor que muy amablemente se apresuró por atenderla


- Déjeme ver que me trae usté hoy, le decía mientras estiraba la mano. Laura dejó caer las piedritas con la emoción encajada en el rostro. Él se fue adentro, se ubicó detrás de las cortinas y no tardó nada, regresó inmediatamente con la cara muy seria y le dijo:


- Estas piedras no valen nada Muñeca, se llaman casi-casi, porque engañan a cualquiera, cuando están mojadas brillan igual que un diamante, pero en lo que se secan, pasan a ser unas piedras ordinarias, sin ningún valor. Las tuyas están untadas de parafina y el que no sabe es como el que no ve, ¿verdá? - No te apures que otra vez será


Laura salió de allí gritando, llorando y pateando, las niñas de la Madame corrieron a socorrerla, pero no había nadie en este mundo que la pudiera calmar y con los ojos encendidos, llenos de rabia juró que se vengaría, juró una y otra vez que ese hombre pagaría la burla que le había hecho, con su propia vida. Así fue como Laura se quedó en La Paragua, desde ese terrible evento todo el mundo la llamó La Casi-Casi y en muy poco tiempo ocupó el puesto de La Madame.


Nieves se sentía eufórica desde el momento en que recibió un buen dinero como pago por el exigente vuelo que acababa de hacer, no solo estaba orgullosa por el trabajo sino por el coraje que requería llegar hasta allí. Mientras que los mineros terminaban de descargar las cosas del avión, aprovechó para explorar un poco el lugar y buscar un baño. No tuvo que caminar mucho, sólo una cuadra para encontrar una casa llena de mujeres, todas ellas muy arregladas si consideramos la hora, y sobre todo el calor que sudaba aquél lugar. Ellas reían a carcajadas y en lo que la vieron parada en la puerta, se pusieron a la orden sin dejar de batir sus abanicos, Nieves se limitó a saludarlas con una voz muy tímida y les rogó que le permitieran usar el baño, ellas con mucha amabilidad se lo cedieron. Nieves se refrescó un poco. Se amarró el cabello con una cola de caballo y al salir vio a una mujer de unos setenta años, todavía guapa, que la invitó a tomar un refresco de melón. La cosa más rica que alguien le haya podido brindar a su paladar sediento no sólo por el calor, sino por la adrenalina que había drenado su cuerpo en el momento de aterrizar.


Nieves disfrutaba de ese merecido receso y no podía dejar de pensar en las razones qué pudieron llevar a esa bellísima mujer hasta ese pueblo perdido, sería tal vez la misma emboscada que ella también sufrió y por eso, ese cruce de caminos. Entonces cayó en cuenta que esa era la casa de las putas de La Paragua. La Casi-Casi como la llamaban el resto de las chicas le preguntó con quién había llegado y con todo el orgullo que era capaz de sentir, Nieves le aclaró que ella era el piloto del avión. Habían muy pocas cosas que tuvieran la capacidad de sorprender a La Casi-Casi, pero sin duda ésta fue una de ellas, porque no paraba de batir frenéticamente su abanico mientras le decía -Cara mía pero con esa piel tan linda y ese culo que tu tiene va a está jugándote la vida así. Quédate conmigo aquí que yo te cuido y te pago bien. ¿Cómo e´ que tú te llama? -Nieves le respondió aguantándose la risa por esa inesperada y no menos halagadora oferta de trabajo.


Se despidió de las chicas correspondiendo de la mejor manera a sus efusivas muestras de cariño y se encaminó al avión que a estas alturas debería estar completamente descargado, listo para partir, apenas tenía veinte minutos para salir de La Paragua si quería dormir en Ciudad Bolívar, apuró el paso y no supo en qué momento la interceptó un hombre que salió de la nada, de bastante mal aspecto, le faltaba uno que otro diente, el color de su piel era gris y olía a ron del malo. Le jaló el bolso, luego la agarró por el brazo y bien pegado a ella el hombre le dijo:


-Yo soy Juan señora y no me puedo quedá aquí, los compañeros por allá me dicen que tu eres la piloto de ese avión. Yo pago bien, sabe. Se metió la mano en el bolsillo y le mostró una piedra que destellaba como un diamante. Lo extendió en su mano y le preguntó -¿Esto será suficiente pá llegame a Bolívar?


A Nieves la invadió un pánico tremendo de sólo imaginarse íngrima y sola en el avión con él. Sin duda el hombre parecía desesperado, ¿habrá matado a alguien? se preguntaba ella. Tenía que hallar una manera de quitárselo de encima y lo único que se le ocurrió fue inventar que la ayudara a recoger unos bidones que se le habían quedado en la bodega, así le daría tiempo de chequear el avión y salir. El hombre insistió en pagarle con la piedrita por adelantado, estaba realmente inquieto, muy nervioso y Nieves se negó diciéndole que cuando llegaran a Bolívar con gusto aceptaría el pago.


Corrió al avión y despegó sin esperarlo, cuando viró para tomar el rumbo, lo vio caer de rodillas en la calle, un grito sordo, inaudible le salía de las entrañas, entonces Nieves hizo lo que cualquier cristiana haría por un alma en ese estado de desesperación: rezó por él


Durante el vuelo disfrutó la aventura que acababa de vivir, se reía sola recordando la insólita oferta de La Casi-Casi, que por esas cosas de la vida le llegó en el mejor momento, justo cuando se sentía sexualmente acabada. Hasta se sintió con ganas de arreglarse un poco y ponerse bonita, acercó el bolso que con el apuro del despegue lo tiró en el puesto de atrás, metió la mano a ciegas buscando su estuche de maquillaje, cuando sus dedos tropezaron con un frasco, extrañada volteó y vio que no era su bolso, sacó el frasco y el asombro fue total al ver que se trataba de un frasco de mayonesa lleno de diamantes. Era inmensamente rica, como no lo había sido nunca, pero qué hacía ese extraño bolso en el puesto de atrás, quién lo puso allí, entonces revivió la escena del hombre jalándola, pegándose a ella y luego lo recordó gritando de rodillas, halándose los pocos pelos que le quedaban, en el medio de la única calle que conoce la Paragua. Allí entendió que la vida tiene su particular manera de jugar con cada uno de nosotros, por alguna razón el destino le había quitado el piso a ese infeliz, para dárselo a ella.


La Casi-Casi se asomó por la puerta ante los gritos de aquél puerco, corrió a buscar su arma y con el tono seco, propio de un verdugo le ordenó:


-Párate infeliz y muere como un hombre


Juan se enrolló como una culebra, protegiéndose de ella y La Casi-Casi le disparó sin clemencia, disparaba y recargaba para volver a recargar y disparar una y otra vez. Cada bala proyectaba su furia encendida en fuego. Las malas lenguas dicen que lo dejó como un colador. Apenas si quedó cuerpo para enterrarlo.


Nadie volvió a ver a La Casi-Casi, la gente de La Paragua dice que acompañó al infeliz al otro lado solo para abrirle las puertas del infierno.
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita