Las Mulatas de Fuego


Caminar por el puerto de Orinoquia y mezclarse entre la gente, incluso antes de que salga el sol, es una experiencia de infinita belleza para cualquier mortal, sólo se necesita una cosa: estar dispuesto a compartir y celebrar lo que traiga la marea, una tarea que aunque lo parezca no es tan fácil de cumplir pues exige entregarnos a la maestría de dejarse llevar y eso es algo que demanda un particular espíritu que incluye esa soltura que imprime un cierto aire de a mí qué me importa, con el que nunca nos tomamos nada demasiado en serio. Para todos los que hacen vida en el puerto de Orinoquia, hay algo casi contagioso que marca el latido de su existencia: el ritmo con el que suceden las cosas. Todo pasa en un instante, en un tempo. Es como si la cotidianidad estuviera marcada por un son que invita a bailar, a desatarse, a vibrar.

Quizás se deba a que en este lugar todo se mueve: el agua, los barcos, el viento, la gente, porque en Orinoquia todo respira. Este puerto tiene la chispa de poner en claro que la vida se trata justo de eso, de respirar y mientras más hondo mejor.
Otra de las cosas maravillosas, que hacen de Orinoquia un lugar único, es su manera de envolver a quien lo visite y ni hablar de aquellos que lo habitan, todos sin excepción quedan sumergidos en ese torbellino de colores, olores y musicalidad, que despliegan cinco hermosas hermanas, mejor conocidas como las mulatas de fuego, y constantemente renuevan el puerto con su energía, mientras atienden sus muy pintorescos tarantines, hechos de palos de madera, hojas de palma y retazos de trapos de infinitos matices. Ellas son un punto y aparte y van a su aire desprendiendo ese rico aroma a coco, con el que impregnan todo el lugar. Llevan la piel lustrosa, de color chocolate tan hermosa y brillante que a más de uno se les ha resbalado inútilmente el deseo de perderse en ellas.

Cuenta la gente de por aquí que son las hijas del río y la verdad es que hasta donde da la memoria, son las únicas mujeres que han estado en el puerto desde siempre. Ellas tienen a Orinoquia en la sangre, son puro movimiento, puro bamboleo, como si llevaran las olas del río por dentro. Esto sin duda, ayuda a más de uno a saciar la curiosidad por saber de dónde les viene ese fantástico ritmo que tienen al caminar. Quienes las miran quedan extasiados con ese tumbao ardiente, que chisporrotea como el fuego y por un buen rato se contagian de esa alegría dulce como el río, les crecen las ganas, les sonríe la vida hasta que ven naufragar sus más íntimas tristezas.

En Orinoquia nunca falta una tarde ociosa en la que los ancianos se sientan en el muelle para hablar con uno que otro recién llegado, esos viajeros que se bajan de sus barcos para quedarse un buen rato parados con las rodillas dobladas, urgidos de anclar sus cuerpos a tierra, intentando parar su agitado balanceo. No importa de qué parte del mundo vengan; sea del norte, sur, este u oeste, pues todos siguen el son del río y quedan embrujados cuando tienen las suerte de presenciar cómo el viento juega con las coloridas faldas que abrazan las magníficas caderas de aquellas mulatas que adornan el lugar. Todos los que llegan saludan a los viejos con simpatía y no pasa ni un segundo sin que pregunten por ellas, entonces ellos sonríen y muy a menudo les advierten, con la autoridad que les dan los años vividos, que desde que el puerto es puerto las mulatas de fuego han estado en Orinoquia, vendiendo todo lo que se pueda comprar, desde pescado, hierbas, tónicos, infusiones, caramelos, incluso telas, cremas, perfumes y hasta se cuentan entre sus mercancías las almas de algunos inocentes, que por error o por capricho, se quedaron sin rumbo.

Los recién llegados o viajeros como los llama la gente del puerto se limitan a sonreír sin la menor malicia, quizás pensando en que esa tontería que acaban de escuchar, son cosas de viejos y nada más.
Lo cierto es que una tarde llegó al puerto de Orinoquia un velero que por su gran tamaño requería de un capitán diestro capaz de atracarlo en el único espacio disponible que habían dejado los marinos que capitaneaban los buques de carga.

La gente se percató de su destreza y en silencio se dedicaron a pasar la última hora del día viéndolo arribar. Era magistral la forma en que este hombre lanzaba dos cabos, mientras aproximaba con una absoluta precisión sin dejar de luchar contra la deriva de la corriente, bajó rápidamente las velas antes de que el viento empezara a soplar de barlovento, y le hiciera la tarea todavía más difícil.
Finalmente aseguró su velero a puerto, se colgó una cesta del pecho y se bajó.
Era un hombre joven muy curtido por el sol, bastante alto para el tamaño promedio de los que habitan en el puerto de Orinoquia, de contextura delgada o más bien atlética y dejaba claro que no tenía la menor intención de soltar esa sonrisa inmensa con la que conquistaba a primera vista.

Sólo le bastó un salto sobre el muelle para sacudirse de encima el cansancio y con el mismo ritmo que distinguía a la gente local, caminó descubriédolo todo con esos increíbles ojos aguamarina que en ese sitio nadie había visto jamás. Todo en este hombre era adorable. Saludaba con el ánimo contento, sin importar quién se le cruzara por el camino. Piropeaba a las viejitas, sorprendía a los niños con simpáticos trucos y repartía sonrisas a diestra y siniestra, como si fueran caramelos que endulzaban el aire un poco semidulce y otro poco semisalado del puerto de Orinoquia.
Orgulloso de todo lo que lo rodeaba llegó al tarantín de las mulatas de fuego, se quitó del pecho la cesta y empezó a recitar el rosario de cosas que necesitaba. Ellas parecían inmunes al imán seductor de este hombre y con la usual cortesía con la que trataban a cualquier cliente que se parara a comprar, empezaron a llenar su cesta.
Las cinco hermanas acostumbradas al ir y venir de cuanto extranjero pasara por allí, lo atendieron sin establecer ningún vínculo, apenas le correspondieron con una escueta conversación, en la que prescindieron de todo lo que les parecía innecesario en cualquier idioma, empezando por los adjetivos y terminando con los artículos. Todo lo que a estas mulatas le sobraba en belleza, les faltaba en elocuencia. Así eran ellas y por alguna razón esta condición multiplicaba todavía más el extraño poder que ejercían sobre los hombres, que no podían dejar de soñar con ellas, incluso desde su primer encuentro.

Juan, el hombre del velero, como tantos otros, había quedado absolutamente perturbado después de conocerlas y no dejaba de recorrer en su memoria los detalles que pudieran descifrarlas, entonces se percató de que todos sus intentos por acercarse a las cinco hermanas de fuego, habían sido una completa pérdida de tiempo, para ellas él era completamente invisible.

Juan no sabía darse por vencido, al día siguiente se despertó con un nuevo norte, un claro propósito de vida, enamorar a la menor de las hermanas. A la que había oído llamar Marina, una jovencita de unos veintitantos, que había logrado conseguir en un segundo lo que otras tantas no habían conseguido nunca, cautivar su corazón.
Desde que vio a esta muchacha en el tarantín, ordenando las cosas dejadas por sus hermanas se hizo adicto a la sensación de caída, que le producía su recuerdo.
Toda la belleza que ese ser emanaba se podía reducir a una sensación embriagante, muy parecida al estar arropado por una suavidad infinitamente cóncava, y en el momento en que la sintió supo que siempre la había deseado.

En lo que concientizó lo que estaba sintiendo algo le explotó en el pecho y se le impuso una urgencia por correr, por llevarse de allí sus locos deseos lo más rápido posible, pero se dio cuenta de que nada en él podía obedecer la simple orden que su cordura le pedía a gritos.
Se quedó inmóvil, pensando en la mulata, en Marina y en ese momento entendió que ante algo así sólo quedaba una cosa, entregarse a su propio destino, sin pelear. Se resignó entonces a vivir lo que tuviera que vivir, sin medir las consecuencias. Tenía la suficiente sabiduría para aceptar que eso era justo lo que le había traído la marea, aquella tarde, cuando atracó en el puerto, justo antes de que cayera la noche.

Al día siguiente se levantó muy temprano, volvió al tarantín y con una sonrisa que derretiría a cualquiera, saludó a Marina, la llamó por su nombre e hizo todo lo posible para atraparla en una conversación. Quería contarle tantas cosas… Quería decirle cómo era el otro lado del mundo; los manjares que había probado, la música que había bailado, la gente que había abrazado. Tenía que hablarle de las solitarias batallas que enfrentó mar a dentro y cómo había escapado más de una vez de la furia de las olas, necesitaba convencerla de su heroicidad, explicarle todo lo que se había esforzado para mantener la cordura en aquellas travesías imposibles, en que ni la muerte se atrevió a acompañarlo y confesarle que con sólo conocerla y pronunciar su nombre había sido suficiente para perder la razón.
Marina por primera vez lo miró largo y para sorpresa de Juan, ella ni siquiera se molestó en contestarle. Sin cruzar una palabra lo dejó plantado, mientras que salía del tarantín, apurando el paso y perdiéndose entre la gente. Juan se sintió como el perfecto idiota y lo que más le dolía era su incapacidad para entender la facilidad con que esa chiquilla lo había hecho trizas.

Una voz ronca, casi aterciopelada lo sacó de su frustración. Era Coral la mayor de las mulatas de fuego. Se le acercó más allá de lo que el decoro permite, le ofreció una cálida sonrisa y sin más preámbulos le dijo casi en tono de advertencia,

Ella no es pa’ ti. No te involucres… No cambies tu destino.

Lo peor de todo es que cada célula en él lo sabía, pero había algo en esa muchacha que no lo dejaba seguir adelante, que lo retenía.

Era la primera vez en toda su vida que no jugaba el papel de cazador porque esta chiquilla se le adelantó y ya lo había cazado. Salió rápidamente del bullicio del puerto y empezó a poner sus ideas en orden. Sabía que lo mejor que podía hacer era irse de allí. La obediencia, después de todo, rinde sus frutos. Se tropezó con una que otra turista que le sonreía, mientras él caminaba distraído recorriendo el interminable muelle que lo llevaría sin remedio a su velero, y sin poder dejar de pensar en voz alta, se decía a sí mismo

Necesito sacármela del cuerpo, seguir mi camino.

Marina… Marina… susurraba su nombre...

Eres como el olor del agua de río que nunca se quita.

Un chapoteo lo sacó de su melancólico trance, alzó la vista sobre el horizonte y por gracia de Dios o quizás del diablo fue testigo de un espectáculo que lo cambiaría para siempre. Allí, a unos cuantos metros de distancia, estaba Marina nadando entre lo que en principio le pareció unas inmensas colas de pescado. Discretamente se acercó un poco más y sin poder creer lo que estaba viendo, se quedó hipnotizado cuando en el agua vio una fiesta de toninas, que tímidamente jugaban con ella. Sacaban sus aletas, sacudían el agua con sus colas y envolvian a Marina con la gracia de sus arqueados cuerpos.

Se quedó un buen rato contemplándola, celebrando aquella fiesta y decidido a llegar donde tuviera que llegar, Juan empezó a quitarse primero los zapatos y después la franela, se paró en el borde del muelle y se zambulló entregándose al río, sabiendo que desde ese momento no había manera de encontrar el camino de regreso.

Marina se acercó despacio y por primera vez lo miró con ganas, mientras lo hundía suavemente en el agua, enrollándose en su cuerpo. La sensación era indescriptiblemente intensa, grandiosa. Sabía que nunca más sería el mismo, pero también sabía que si por algo había valido la pena vivir era justamente por ese momento. Su suerte ya estaba echada.

Pasaron los meses en el puerto de Orinoquia, marcado por ese ir y venir del tiempo, de la gente, de las olas. Todo seguía latiendo y el pueblo entero estaba entusiasmadísimo porque ya había llegado la época de celebrar la feria del pavón, un fiestón en el que todos cantaban, bailaban y preparaban ese sabroso pescado de río, en hojas de plátano y no había mortal que se quedara con las ganas de chuparse los dedos.

Las mulatas de fuego, como todos los años, se sumaron a la fiesta, pero algo había cambiado en el puerto de Orinoquia. Desde hacía poco tiempo las mulatas de fuego ya no eran cinco. Ahora tenían un nuevo miembro en la familia y todas estaban enloquecidas, babeadas con una pequeña mulatica.

Desde el día en que nació , Marina como si se tratase de un ritual, la lleva todas las tardes a la orilla del río y la pequeña en lo que siente el chapoteo del agua rompe a llorar.
Cuentan los viejitos del puerto que en lo que se escucha el llanto, aparece un hermoso tonino, para robarle las dulces lágrimas que brotan de sus extraños ojitos aguamarina
 
Marzo 2008 | Diseñado por anita